El médico, el paciente y el ordenador
Tengo que reconocer que admiro profundamente a los médicos. Creo que de todas las profesiones, ésta es la que ha proporcionado al ser humano un mayor grado de bienestar y desarrollo. Si miramos atrás, a épocas antiguas, veremos que el personal arrastraba durante toda su vida problemas de salud que ahora se solucionan en un abrir y cerrar de ojos. Pero en los últimos años, por aquello de los adelantos de la técnica (que son indudables), entre médico y paciente se ha introducido un cuerpo extraño: el ordenador. Ya sé que gracias a él se puede consultar todo el historial del paciente y otras lindezas pero, sin lugar a duda, dificulta enormemente la comunicación en la consulta.
Les pongo un ejemplo. Recientemente, he ido con mi hijo a un médico especialista. Antes de entrar hemos repasado todo lo que queríamos decirle, cuestiones que nos parecían importantes para el diagnostico y dudas que nos habían ido surgiendo. Cuando nos tocó el turno, nos sentamos delante de él muy atentos. Nos saludó muy brevemente y acto seguido se concentró en la pantalla del ordenador. Yo mientras, mentalmente, repasaba lo que le tenía que contar para que no se me olvidara nada. Mi hijo, después de echar un vistazo por toda la habitación, se embelesó un cartel de un humano descarnado como un plátano, con todos los músculos al descubierto y ahí se quedó. Después de diez minutos en los que ocasionalmente solo se dirigió a la enfermera, por fin empezó a despegar los ojos del ordenador. Yo me dispuse a contestar a sus preguntas. “¿Cuál es su código postal?, me soltó. Me cogió fuera de juego. Le contesté. Dos o tres cuestiones más de tipo administrativo y de nuevo silencio. A teclear el ordenador. “Parece que estamos en el DNI y no en el médico”, pensé. Mi hijo seguía atento al cartel de los músculos. “Por lo menos está aprendiendo algo de anatomía”. Me fijé en la forma de aporrear el teclado, un modelo antiguo, pensando que a ese paso, lo iba a traspasar. La enfermera hacía como que escribía una especie de ficha...
Después de una eternidad, cuando ya me sabía de memoria su cara y todos los objetos de la mesa y había repasado varias veces la lista de la compra, paró su actividad informática de repente y nos miró de nuevo.
-“¿Qué querían decirme? –preguntó.
-“¡Que se va cargar el teclado con esos golpes!”- le solté.
-“¿Cómo?. ¡Digo que qué le pasa al niño!”
-“¿A qué niño?” .
Yo ya no sabía ni a qué habíamos venido. Estaba como un estudiante al que se le ha olvidado toda la materia del examen. Poco a poco recuperamos el foco y fuimos analizando el problema que nos había llevado hasta allí. Tengo que decir que, finalmente, nos hizo una consulta magnífica.
Nada más salir, mi hijo, muy extrañado con todo el proceso, me preguntó:
-“¿Y qué pasa si algún paciente no aparece en el ordenador?”
- “No se, hijo. Visto lo visto, será que no existe. O que está desconectado. O desenchufado. ¡O sin batería!”.
Elisa Martín es periodista y coach profesional
Tengo que reconocer que admiro profundamente a los médicos. Creo que de todas las profesiones, ésta es la que ha proporcionado al ser humano un mayor grado de bienestar y desarrollo. Si miramos atrás, a épocas antiguas, veremos que el personal arrastraba durante toda su vida problemas de salud que ahora se solucionan en un abrir y cerrar de ojos. Pero en los últimos años, por aquello de los adelantos de la técnica (que son indudables), entre médico y paciente se ha introducido un cuerpo extraño: el ordenador. Ya sé que gracias a él se puede consultar todo el historial del paciente y otras lindezas pero, sin lugar a duda, dificulta enormemente la comunicación en la consulta.
Les pongo un ejemplo. Recientemente, he ido con mi hijo a un médico especialista. Antes de entrar hemos repasado todo lo que queríamos decirle, cuestiones que nos parecían importantes para el diagnostico y dudas que nos habían ido surgiendo. Cuando nos tocó el turno, nos sentamos delante de él muy atentos. Nos saludó muy brevemente y acto seguido se concentró en la pantalla del ordenador. Yo mientras, mentalmente, repasaba lo que le tenía que contar para que no se me olvidara nada. Mi hijo, después de echar un vistazo por toda la habitación, se embelesó un cartel de un humano descarnado como un plátano, con todos los músculos al descubierto y ahí se quedó. Después de diez minutos en los que ocasionalmente solo se dirigió a la enfermera, por fin empezó a despegar los ojos del ordenador. Yo me dispuse a contestar a sus preguntas. “¿Cuál es su código postal?, me soltó. Me cogió fuera de juego. Le contesté. Dos o tres cuestiones más de tipo administrativo y de nuevo silencio. A teclear el ordenador. “Parece que estamos en el DNI y no en el médico”, pensé. Mi hijo seguía atento al cartel de los músculos. “Por lo menos está aprendiendo algo de anatomía”. Me fijé en la forma de aporrear el teclado, un modelo antiguo, pensando que a ese paso, lo iba a traspasar. La enfermera hacía como que escribía una especie de ficha...
Después de una eternidad, cuando ya me sabía de memoria su cara y todos los objetos de la mesa y había repasado varias veces la lista de la compra, paró su actividad informática de repente y nos miró de nuevo.
-“¿Qué querían decirme? –preguntó.
-“¡Que se va cargar el teclado con esos golpes!”- le solté.
-“¿Cómo?. ¡Digo que qué le pasa al niño!”
-“¿A qué niño?” .
Yo ya no sabía ni a qué habíamos venido. Estaba como un estudiante al que se le ha olvidado toda la materia del examen. Poco a poco recuperamos el foco y fuimos analizando el problema que nos había llevado hasta allí. Tengo que decir que, finalmente, nos hizo una consulta magnífica.
Nada más salir, mi hijo, muy extrañado con todo el proceso, me preguntó:
-“¿Y qué pasa si algún paciente no aparece en el ordenador?”
- “No se, hijo. Visto lo visto, será que no existe. O que está desconectado. O desenchufado. ¡O sin batería!”.
Elisa Martín es periodista y coach profesional
























