Una "tostá" como tiene que ser
A pesar de los avatares que sufrimos un día sí y al otro
también con tanto cambio, no el climático, sino el que produce la máquina de
volver calcetines (¿cómo?, sí, la que convierte lo negro en blanco y lo azul en
rojo, para que se entienda, la que utilizan los políticos para darle la vuelta
a las cosas y tener siempre razón), tal y como decíamos el año pasado en esta
publicación, mi apreciable amigo Antonio y yo seguimos considerándonos fieles
militantes en nuestros desayunos de la “tostá” con aceite, ajo, sal y pimentón.
Ha transcurrido un año y no hay quien nos cambie, y damos gracias por ello.
Otra cosa es el café, ¿lo recuerdan? Claro que, visto así, todo parece fácil,
como que no tiene importancia, pero sí que la tiene. A por ello, al ataque, a
demostrar con dos balcones nuestra lealtad y fidelidad.
El sabio refranero manifiesta que algo debe tener el agua
cuando la bendicen y el vino cuando lo consagran. Pero no dice que el aceite es
sagrado óleo sacramental para la unción de los catecúmenos, la ordenación
sacerdotal y los enfermos. Y el pan es tan bueno que en la Misa se hace Cuerpo de Cristo
y se reza en el Padrenuestro. Sin embargo, el pan ya no es lo que era, la
panadería ha sido sustituida por el horno de… ¡Qué cosas tiene el marketing!
Qué difícil resulta encontrar la tradicional barra o la sin par rosca de pan
candeal, de pan de pueblo, el de toda la vida. Ahora, fíjense: pan integral,
pan payés, pan rústico, chapatas, la baguette, pan de migas. Pero mire usted
-que diría uno que yo sé- la cosa no para ahí, me cuentan que hay 315
variedades de pan en España ¡No puede ser! Pues sí. Además de los ya indicados,
vaya aquí y ahora una pequeña muestra: el de albardilla, el pan cateto, la
hogaza, el pan señorito, el pan cinta, el panchón y el pan de Logrosán. Sí
claro, y el de Aldeanueva del Camino, Monterrubio, Almendralejo y Trujillanos,
para que rime con lo que todos sabemos.
Si no hay pan como Dios manda, el pan de siempre,
preferimos un mollete, esponjado y de poca cochura, que embeba y empape el
oleado y escanciado del aceite, bien tostado. Generoso espacio, perfecta pista
de aterrizaje para el encuentro con el ajo. ¿Que el ajo deja su olor en la boca
toda la mañana? ¿Y qué? Como sino existiera una gran gama y diversidad de
fragancias. Las hay tan finas y penetrantes que renuevan las mucosas nasales,
merced a un saludable viento procedente de un humedecido sobaco, y sin embargo
nadie protesta, todo lo más un leve y tolerante comentario de manual de alianza
de civilizaciones ¡Bufff! ¡Como le canta la sobaquera! Axilas niño, axilas, son
axilas.
El ajo controla las enfermedades cardíacas, reduce el
bloqueo de las arterias, la presión arterial y el colesterol; incrementa -oído
a los diabéticos- el nivel de insulina en el cuerpo; controla los daños
causados por la arteriosclerosis y el reuma, se relaciona con la reversión del
estrés y la depresión ¡Toma ya! Además, ahuyenta y espanta a los vampiros y
chupópteros que tanto proliferan. ¡Atención, cocina! ¡Una de ajos! ¡Ajitos pa’
mi niño chico y olé!
Aceuchal no es la cuna del ajo, no señor. Es Mérida,
nuestra antigua, vieja, sabia y hermosa Emérita Augusta. Sí, sí, no se
extrañen, el ajo era muy popular entre los soldados romanos que lo plantaban
allí donde iban, y por lo tanto aquí también. Lo tomaban porque pensaban que su
aroma ahuyentaba al enemigo. Cienes y cienes de “iugeras” -¿qué dice usted de
la higuera?- sembradas de este popular bulbo que no era apreciado por los
patricios y sí por la plebe, la clase baja. Imagínense una noche calurosa del
mes de julio en el teatro romano, con la cavea summa a rebosar, repleta de
plebeyos. Caso verídico, que diría el maestro Gandía, que en gloria esté. Allí,
en las alturas, llegado el segundo acto, pasó lo que tuvo que pasar: comenzaron
las secuelas de la ingesta de ajos, largando el populacho flatulencias a
diestro y siniestro. Eructos por la derecha y por la izquierda, fumigando el
aire, por arriba y por abajo, dando el cante, esparciendo una fragancia que
quitaba el sentío, perfumando el ambiente, expandiendo aquella purísima esencia
de la rosa más fétida. ¡El ajo! Resultado: estampida general de la alta
sociedad corriendo por los vomitorios y largando “¡La culpa la tiene el hijo
puta del tribuno Sicinius Bellutus que para promocionarse les ha regalado a
cada uno de éstos una cabeza de ajos!”.
Y después del ajo, el aceite. La siempre muy antigua,
ilustre, venerable y fervorosa. Saludable oro líquido que puede ser virgen y
extra virgen. Patrona de nuestra dieta mediterránea en la reducción del nivel
del colesterol. Preservadora de la integridad de las células de nuestro
organismo, evitando el desarrollo de tumores. Santísima Madre, Maestra y Virgen
de nuestra cocina, de nuestros guisos. ¿Qué comida no lleva aceite? Su
importancia traspasa todos los límites. Fíjense, los curas de nuestras
parroquias consagran el vino en la sangre de Cristo, pero el aceite, que es
palabra mayor, se reserva a la exclusividad de las manos de nuestros obispos,
quienes la convierten en crisma sagrado. El aceite es tan generoso que cuando
le van a cantar el gorigori, se entrega para convertirse en sosa y en higiénico jabón.
Pan y aceite. En estos tiempos, con tanta Memoria
Histórica del genital, tal y tal y tales, nadie ha reivindicado un merecido y
justo homenaje para ellos ¿Cuánta hambre quitó el pan con aceite en aquellos
años de apretura y estrechez? Para qué contar. ¡No va más!
Pues sí que hay más. Resulta que durante el mes de agosto
he vuelto a oír el acento de todos los veranos “Oyesssss… siusplau, me pone una
catalana”. El que se situaba detrás de la barra le respondió: “lo que quiere es
una tostá con jamón y tomate ¿no?”. La señora le interpela: “¿qué ingredientes
le ponesssss?”. La respuesta no se hizo esperar: “masa de harina de trigo
horneada hasta ser dorada, con cobertura de pulpa de tomate e intenso aderezo
de trocitos de jamón ibérico de bellota, bautizado y aspergido todo el cuerpo
por el sagrado óleo del mejor aceite de oliva virginal”. “Moltes gràcies”.
“Senyora, le aclaro, ‘el porc’ ha sido criado en régimen de montanera”. He
dicho. Pedro, eres un fenómeno.
Este artículo fue publicado
en la Revista del Carnaval 2008
de la
Asociación Cultural “Cazurros Romanos”
y en la Revista de Feria de
Montijo 2008.
A pesar de los avatares que sufrimos un día sí y al otro
también con tanto cambio, no el climático, sino el que produce la máquina de
volver calcetines (¿cómo?, sí, la que convierte lo negro en blanco y lo azul en
rojo, para que se entienda, la que utilizan los políticos para darle la vuelta
a las cosas y tener siempre razón), tal y como decíamos el año pasado en esta
publicación, mi apreciable amigo Antonio y yo seguimos considerándonos fieles
militantes en nuestros desayunos de la “tostá” con aceite, ajo, sal y pimentón.
Ha transcurrido un año y no hay quien nos cambie, y damos gracias por ello.
Otra cosa es el café, ¿lo recuerdan? Claro que, visto así, todo parece fácil,
como que no tiene importancia, pero sí que la tiene. A por ello, al ataque, a
demostrar con dos balcones nuestra lealtad y fidelidad.
El sabio refranero manifiesta que algo debe tener el agua
cuando la bendicen y el vino cuando lo consagran. Pero no dice que el aceite es
sagrado óleo sacramental para la unción de los catecúmenos, la ordenación
sacerdotal y los enfermos. Y el pan es tan bueno que en
Si no hay pan como Dios manda, el pan de siempre,
preferimos un mollete, esponjado y de poca cochura, que embeba y empape el
oleado y escanciado del aceite, bien tostado. Generoso espacio, perfecta pista
de aterrizaje para el encuentro con el ajo. ¿Que el ajo deja su olor en la boca
toda la mañana? ¿Y qué? Como sino existiera una gran gama y diversidad de
fragancias. Las hay tan finas y penetrantes que renuevan las mucosas nasales,
merced a un saludable viento procedente de un humedecido sobaco, y sin embargo
nadie protesta, todo lo más un leve y tolerante comentario de manual de alianza
de civilizaciones ¡Bufff! ¡Como le canta la sobaquera! Axilas niño, axilas, son
axilas.
El ajo controla las enfermedades cardíacas, reduce el
bloqueo de las arterias, la presión arterial y el colesterol; incrementa -oído
a los diabéticos- el nivel de insulina en el cuerpo; controla los daños
causados por la arteriosclerosis y el reuma, se relaciona con la reversión del
estrés y la depresión ¡Toma ya! Además, ahuyenta y espanta a los vampiros y
chupópteros que tanto proliferan. ¡Atención, cocina! ¡Una de ajos! ¡Ajitos pa’
mi niño chico y olé!
Aceuchal no es la cuna del ajo, no señor. Es Mérida,
nuestra antigua, vieja, sabia y hermosa Emérita Augusta. Sí, sí, no se
extrañen, el ajo era muy popular entre los soldados romanos que lo plantaban
allí donde iban, y por lo tanto aquí también. Lo tomaban porque pensaban que su
aroma ahuyentaba al enemigo. Cienes y cienes de “iugeras” -¿qué dice usted de
la higuera?- sembradas de este popular bulbo que no era apreciado por los
patricios y sí por la plebe, la clase baja. Imagínense una noche calurosa del
mes de julio en el teatro romano, con la cavea summa a rebosar, repleta de
plebeyos. Caso verídico, que diría el maestro Gandía, que en gloria esté. Allí,
en las alturas, llegado el segundo acto, pasó lo que tuvo que pasar: comenzaron
las secuelas de la ingesta de ajos, largando el populacho flatulencias a
diestro y siniestro. Eructos por la derecha y por la izquierda, fumigando el
aire, por arriba y por abajo, dando el cante, esparciendo una fragancia que
quitaba el sentío, perfumando el ambiente, expandiendo aquella purísima esencia
de la rosa más fétida. ¡El ajo! Resultado: estampida general de la alta
sociedad corriendo por los vomitorios y largando “¡La culpa la tiene el hijo
puta del tribuno Sicinius Bellutus que para promocionarse les ha regalado a
cada uno de éstos una cabeza de ajos!”.
Y después del ajo, el aceite. La siempre muy antigua,
ilustre, venerable y fervorosa. Saludable oro líquido que puede ser virgen y
extra virgen. Patrona de nuestra dieta mediterránea en la reducción del nivel
del colesterol. Preservadora de la integridad de las células de nuestro
organismo, evitando el desarrollo de tumores. Santísima Madre, Maestra y Virgen
de nuestra cocina, de nuestros guisos. ¿Qué comida no lleva aceite? Su
importancia traspasa todos los límites. Fíjense, los curas de nuestras
parroquias consagran el vino en la sangre de Cristo, pero el aceite, que es
palabra mayor, se reserva a la exclusividad de las manos de nuestros obispos,
quienes la convierten en crisma sagrado. El aceite es tan generoso que cuando
le van a cantar el gorigori, se entrega para convertirse en sosa y en higiénico jabón.
Pan y aceite. En estos tiempos, con tanta Memoria
Histórica del genital, tal y tal y tales, nadie ha reivindicado un merecido y
justo homenaje para ellos ¿Cuánta hambre quitó el pan con aceite en aquellos
años de apretura y estrechez? Para qué contar. ¡No va más!
Pues sí que hay más. Resulta que durante el mes de agosto
he vuelto a oír el acento de todos los veranos “Oyesssss… siusplau, me pone una
catalana”. El que se situaba detrás de la barra le respondió: “lo que quiere es
una tostá con jamón y tomate ¿no?”. La señora le interpela: “¿qué ingredientes
le ponesssss?”. La respuesta no se hizo esperar: “masa de harina de trigo
horneada hasta ser dorada, con cobertura de pulpa de tomate e intenso aderezo
de trocitos de jamón ibérico de bellota, bautizado y aspergido todo el cuerpo
por el sagrado óleo del mejor aceite de oliva virginal”. “Moltes gràcies”.
“Senyora, le aclaro, ‘el porc’ ha sido criado en régimen de montanera”. He
dicho. Pedro, eres un fenómeno.
Este artículo fue publicado
en
Asociación Cultural “Cazurros Romanos”
y en