La educación emocional: asignatura pendiente
En los últimos años asistimos a una catarata de cambios difícil de asimilar por la velocidad con la que se producen. Hemos aprendido a gestionar las competencias digitales, estamos inmersos en una avalancha de inteligencia artificial, de metodologías activas y de innovación educativa (la prueba, los proyectos educativos que se presentan en las modalidades de Buenas Prácticas y en las de Innovación que se convocan por parte de la Consejería de Educación, Ciencia y Formación Profesional). La Inteligencia Artificial nos llega por todos lados y nos desborda. Tardaremos poco tiempo en asimilarla. Sin embargo, tenemos una materia silenciosa olvidada entre pizarras electrónicas, portátiles y tabletas, que, aun siendo más importante, apenas se ha tocado, esperando su turno para trabajarse con nuestros alumnos: la educación emocional.
Estamos inmersos en el curso escolar. Finaliza octubre y se ha ido repitiendo el ritual de horarios, libros, exámenes y evaluaciones. Quienes trabajamos en docencia, sabemos que da igual en el ámbito en el que ejerzamos el aprendizaje, éste es imposible si no partimos de la base de un alto bienestar emocional. Una persona y todavía más, siendo niño o adolescente que vive en un estado de ansiedad miedo o frustración no puede concentrarse, ni memorizar, ni crear... El problema gordo es que, nuestro sistema educativo trata las emociones de forma transversal (cuando las trata) dando mayor importancia a otros conocimientos y dejando este contenido como contenido que se trabaja si se puede. Malditas prisas. Y no, no hablo de aprender a meditar al son de flautas tibetanas, ni de abrazar árboles en el Jerte (tampoco sería mala idea). Hablo de enseñar a nuestros niños y jóvenes a entender qué sienten, a gestionar la frustración cuando las cosas no salen bien, y a no estallar en cólera cada vez que pierden el móvil.
Existen programas pioneros, centros educativos que han integrado la educación emocional con resultados admirables. Son centros en los que se mira el bienestar emocional de los alumnos. Lamentablemente, son islas en un océano que premia los currículos saturados. Realmente no se trata de convertir a cada maestro en un psicólogo, sino de entender que enseñar a sentir, a escuchar, a respetar y a convivir es tan importante como enseñar a sumar o a escribir.
Quizá el verdadero reto de la educación del siglo XXI no sea la digitalización. Más bien deberíamos humanizar nuestros centros educativos. En una sociedad en la que las pantallas median cada vez más nuestras relaciones, necesitamos que la escuela vuelva a ser ese espacio donde aprendemos no solo a pensar, sino a sentir y convivir. Porque, al final, las emociones no suspenden ni aprueban. Se aprenden. Y esa lección es la que tenemos pendiente… lucas.miura@gmail.com
En los últimos años asistimos a una catarata de cambios difícil de asimilar por la velocidad con la que se producen. Hemos aprendido a gestionar las competencias digitales, estamos inmersos en una avalancha de inteligencia artificial, de metodologías activas y de innovación educativa (la prueba, los proyectos educativos que se presentan en las modalidades de Buenas Prácticas y en las de Innovación que se convocan por parte de la Consejería de Educación, Ciencia y Formación Profesional). La Inteligencia Artificial nos llega por todos lados y nos desborda. Tardaremos poco tiempo en asimilarla. Sin embargo, tenemos una materia silenciosa olvidada entre pizarras electrónicas, portátiles y tabletas, que, aun siendo más importante, apenas se ha tocado, esperando su turno para trabajarse con nuestros alumnos: la educación emocional.
Estamos inmersos en el curso escolar. Finaliza octubre y se ha ido repitiendo el ritual de horarios, libros, exámenes y evaluaciones. Quienes trabajamos en docencia, sabemos que da igual en el ámbito en el que ejerzamos el aprendizaje, éste es imposible si no partimos de la base de un alto bienestar emocional. Una persona y todavía más, siendo niño o adolescente que vive en un estado de ansiedad miedo o frustración no puede concentrarse, ni memorizar, ni crear... El problema gordo es que, nuestro sistema educativo trata las emociones de forma transversal (cuando las trata) dando mayor importancia a otros conocimientos y dejando este contenido como contenido que se trabaja si se puede. Malditas prisas. Y no, no hablo de aprender a meditar al son de flautas tibetanas, ni de abrazar árboles en el Jerte (tampoco sería mala idea). Hablo de enseñar a nuestros niños y jóvenes a entender qué sienten, a gestionar la frustración cuando las cosas no salen bien, y a no estallar en cólera cada vez que pierden el móvil.
Existen programas pioneros, centros educativos que han integrado la educación emocional con resultados admirables. Son centros en los que se mira el bienestar emocional de los alumnos. Lamentablemente, son islas en un océano que premia los currículos saturados. Realmente no se trata de convertir a cada maestro en un psicólogo, sino de entender que enseñar a sentir, a escuchar, a respetar y a convivir es tan importante como enseñar a sumar o a escribir.
Quizá el verdadero reto de la educación del siglo XXI no sea la digitalización. Más bien deberíamos humanizar nuestros centros educativos. En una sociedad en la que las pantallas median cada vez más nuestras relaciones, necesitamos que la escuela vuelva a ser ese espacio donde aprendemos no solo a pensar, sino a sentir y convivir. Porque, al final, las emociones no suspenden ni aprueban. Se aprenden. Y esa lección es la que tenemos pendiente… lucas.miura@gmail.com






















