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Manuel García Cienfuegos
Sábado, 07 de Marzo de 2009

Farina

Ya hemos consumido dos viernes de este tiempo, vísperas del gozo que está por llegar, al que la Iglesia llama Santa Cuaresma. La primavera va llegando poco a poco. Primero fue la luz y ahora la flor con su desasosiego nervioso e impaciente por ver la vida. Las mañanas resucitan cada vez más temprano y las tardes son cada vez más largas, cruzadas por el sonido y revoloteo de los pájaros que a esas horas, cuando la luz se va, nos ofrecen gratuitamente un jolgorio punzante, un chirriar escandaloso que nos alboroza por su estridencia, atravesando el azul intenso bajo el desvaído del crepúsculo que flota y rompe a esa hora cierta con su vespertino concierto.

Atrás ha quedado la timidez primeriza del verde infantil de las hojas recién brotadas. A mediados de marzo, por San José, un olor impregnará el zaguán del convento. Por esas fechas los cubiletes reales traspasarán el torno de las clarisas, nacidos en el obrador que custodian unas expertas manos dulceras, moldeando el paladar con el que se puede saborear el mejor gusto en los días que están por venir.

Llegada esta fecha, “Farina” con aquella sonrisa eterna que cultivaba pegada a su rostro de piel morena, abandonaba las prendas de abrigo para ser colgadas en la percha de los días. Porque los tiempos obligaban al desabrigo para mostrar, de arriba abajo, el porte y la elegancia de aquel gitano, moreno y apuesto. Traje, corbata y sombrero, fue su carta de presentación en el vestir. Siempre sentí admiración por un hombre que cultivaba la sonrisa, el arte, el garbo y la gracia en cada metro que pisaba.

La mentalidad que ahora domina proclama que las cosas del pasado hay que dejarlas donde habite el olvido. Como estoy en desacuerdo, lo recupero y saco de los pasillos de mi memoria, llamando la atención sobre este peculiar personaje, vendedor de lotería. Porque “Farina” formó, queramos o no, parte del paisaje y paisanaje inmemorial de Montijo.

En su cotidiano quehacer callejero se dejaba ver por todas partes. “Farina” fue una sucursal ambulante de la suerte, aplicando con prestigio y eficaz maestría la mejor técnica de venta y el marketing en la presentación de la mercancía. ¡Mi alma. Mira que número más guapo! A la vez que presentaba por delante al cliente los décimos.

Aquí no han tocado muchos primeros premios en la lotería. Y el gordo de Navidad ni por asomo. Siempre hemos tenido el sino de la mala suerte. Ante el mal fario que aquí reina, procuraba poner “Farina” remedios y argumentos con sus mejores dotes académicas que le había dado la universidad de la vida ¡Ay te ve. Si tienes salud y trabajo qué más quieres. Hay que tener fe ya verás cuando toque! “Farina” fue un gitano de buena presencia, bien vestido, elegante, impecable y apuesto que no abandonó, sin tener en cuenta el tiempo que hiciera, el sombrero que llevaba con empaque y señorío.

Tuvo como compañera inseparable a “La negra”, como él gustaba llamar a su mujer, que transmitía arte y gracia como su pareja. Una gitana de tez oscura, de pelo color azabache recogido en un moño, que lucía unos pronunciados y largos pendientes de oro. “Farina” y “La negra” los dos siempre juntos, sabiendo estar, aunque marcando las distancias. Primero él, después ella, pero ejerciendo la segunda el control sobre el primero.

La memoria evoca y transcribe a tan singular pareja en el Bar “El Portugués”. Ella sentada en un rincón, él apoyado en la barra practicando el rito ceremonioso y solemne de apurar en cada trago la esencia de las zozobras con las que nos sacude la vida. Ella, muy seria, ¡Ay Farina, tú sigue así que vas a morir de una perpegía! Y él sin inmutarse, sereno, con poderío, se arrancaba brotando de su garganta el cante del otro Farina, “…Las campanas de Linares, repicando noche y día…”. Antonio y Micaela. Para entendernos “Farina” y “La negra”, inseparables, siempre en el recuerdo.

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