Lunes, 06 de Octubre de 2025

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Andrés Acevedo
Lunes, 06 de Octubre de 2025 Actualizada Lunes, 06 de Octubre de 2025 a las 17:32:59 horas

Lo que no se ve de la resiliencia

"Lo que no me mata, me hace más fuerte”. La frase, atribuida a Nietzsche, aparece en tazas, camisetas y discursos motivacionales como si fuera una garantía universal. Pero si atendemos al contexto original (un aforismo breve en El ocaso de los ídolos), descubrimos que no se trataba de un eslogan de autoayuda, sino de una provocación. 
Nietzsche no prometía que todo dolor nos fortalecería, sino que bajo ciertas condiciones, y para ciertas personas, el sufrimiento podía integrarse en un proceso de afirmación vital. Pero nada nos aseguraba ese resultado (más bien al revés, el sufrimiento en la mayoría de ocasiones, se asociaba con una forma de destrucción).
Hoy en día sucede algo curioso con la palabra “Resiliencia”: Se la celebra como virtud suprema: resistir, recomponerse, salir adelante ante cualquier adversidad. Se aplaude a quien soporta y se idealiza la capacidad de aguantar. Pero en esta versión edulcorada se nos olvida lo más obvio: resistir duele. 
La resiliencia no surge de la nada, ni es un trofeo sin costo; se forja en medio de pérdidas, heridas y silencios que pesan.
¿De verdad todo lo que no nos mata nos hace más fuertes? ¿Y si lo que no nos mata nos deja, simplemente, más cansados, más frágiles, más desconfiados? Nietzsche lo sabía: no todos logran transmutar el dolor en fuerza. Muchos quedan atrapados en la amargura, en el resentimiento o en una fortaleza que es más bien una coraza.
Quizá el problema está en cómo contamos estas historias. Nos gusta el relato redondo: “sufrí, pero gracias a eso crecí”. Nos incomoda admitir que hay cicatrices que no enseñan nada, pérdidas que no se compensan, dolores que no se transforman. 
Convertimos la resiliencia en un mandato: “tienes que salir más fuerte de esto”. 
Pero ¿acaso no es suficiente, a veces, simplemente seguir aquí?
Lo que no se ve de la resiliencia es el esfuerzo silencioso de sostenerse cuando no hay fuerzas, el desgaste de recomponerse una y otra vez, el precio invisible de ser “admirablemente fuerte”. La fortaleza que se muestra hacia fuera puede esconder un cansancio profundo hacia dentro.
Tal vez reconocer eso —que no todo sufrimiento se convierte en virtud, que la resiliencia duele, que no siempre hay un premio al final— sea también una forma de dignidad. 
No se trata de glorificar el dolor ni de negar el valor de quienes lo atraviesan, sino de permitirnos una mirada más honesta: ¿y si la verdadera fortaleza no fuera resistir siempre, sino atrevernos a admitir lo que cuesta resistir?

 

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