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Manuel García Cienfuegos
Sábado, 02 de Mayo de 2009

Vete de aquí Satanás

La estela de humo de los cuatro hachones color tiniebla me había dejado en la noche aquel momento preciso, aquella instantánea. Aquella imagen horizontal, muerta y sepultada me decía por si misma el alcance penetrante de cuanto había sucedido. Todo había llegado a su fin. La muerte nos zarandea de arriba abajo. Reconozco que causa miedo llegar al desenlace final. La muerte inexcusablemente trastea a todos por igual. La vida es efímera cual verso quevediano “…ayer se fue, mañana no ha llegado, hoy se está yendo sin parar…”.

Ahora, cuando el tiempo ha vuelto a escaparse de nuestras manos, regreso nuevamente a aquel cuerpo tendido, acunado por la ascética arquitectura de la madera y la plata. Cuerpo ajusticiado, atormentado, amoratado y sin vida. Muerto. Una muerte que quiso recorrer de arriba abajo lo que ahora tanto se practica: la traición, la cobardía, la falsedad, la crueldad, la envidia, el odio, los intereses y la hipocresía religiosa que se ríe escondida tras la vara de quien indignamente la porta. Desde donde para sí, malbaratando y desperdiciando sus quehaceres, dictan, ordenan, decretan e imponen un rancio protagonismo. Todo bajo una absurda y teatral parafernalia que les lleva a manifestar, sin apenas pudor ni recato, por el cinismo en el que habitan, lo que ellos son y lo que son capaces de hacer.

Traición, prendimiento, juicio, sentencia, mofa, burla, negación, abandono y muerte. Todo al mismo tiempo. Pero aquel final tuvo tras de sí otro final. Busco y voy a la mañana más luminosa de todas las posibles. Acudo a los sentimientos resucitadores ¡Es Pascua! “Ya no está aquí”. “Allí le veréis...”. Adormilado y aturdido llega la noticia que derriba, desploma y destroza interrogantes, traspasando hipótesis. Rezuma en la aurora el almíbar de la esperanza. “Paz a vosotros”.

Voltean las campanas. El tiempo y la memoria se unen buscando las emociones. Vuelven los orígenes en busca de la huella dejada en el alma, reclamando aquel regocijo anudado a la chiquillería tocando esquilas, cascabeles, cencerros y campanillas que lanzaban al aire aquellos sonidos que no han vuelto. Tampoco se asperge agua bendecida con ramas de romero. Los hogares ya no son perfumados con el olor de los bollos de Pascua. Ya no se recita ¡Sal diablo de este rincón, que ha resucitado Nuestro Señor! Y ya no hay Judas para ser quemados en la hoguera. Ahora son otros tiempos.

Pero aún permanece y queda el ritual, viejo, hermoso y antiguo que acoge el mayor gozo que cabe para una madre al poder encontrarse de nuevo con su hijo. Con Aquél que había sido descoyuntado y traspasado. Allí, siempre allí, en la plaza donde se viven los sucesos, el pueblo en su hondura y sabiduría proclama cada año, sencillamente, sin imposiciones ni decretos, que el Señor ha resucitado.

Avanza la Pascua bajo los cantos del gloria y los aleluyas que hermosean, aromatizan e inciensan la liturgia. La primavera sigue mostrándonos todo su esplendor. Este es el tiempo en el que bajo armoniosa convivencia, entre la naturaleza y el hombre, nuestros pueblos, en saludable ritual, tributan su devoción en las romerías a las ermitas de la Madre de Dios, santos y patronos, señalando así al luminoso misterio que pronto viene y llega de Pentecostés.

Pero antes, hace muchos años, cabía otro momento para exaltar el gozo de quien había sido cosido al madero. El tres de mayo, día de la Cruz, se colocaban cruces en los altares adornados de las casas recordando que del madero seco y abrupto había florecido una nueva vida. La cruz de mayo. Una vez más el pueblo, alto, claro y despacio, proclamaba y rezaba: “Vete de aquí Satanás, que de mí no sacas ná, porque en el día de la Cruz dije mil veces Jesús, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús…”.

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