El cansancio que no se va con dormir
Te despiertas después de ocho horas de sueño. El cuerpo ha descansado, pero algo no encaja. Sientes el mismo peso que te acompañaba ayer, y ante el mínimo esfuerzo, vuelve ese agotamiento que no responde a lógica aparente. No es sueño. Es otra cosa. Una especie de fatiga que no se va durmiendo ni con un café bien cargado.
Durante mucho tiempo, interpreté esa sensación como pura falta de energía física. Me decía que necesitaba vacaciones, un fin de semana tranquilo, un cambio de rutina. Pero lo cierto es que pasaban los días, incluso los “buenos”, y la sensación persistía. Como si algo dentro de mí siguiera en alerta, agotado, sin terminar de bajar la guardia.
Hay un tipo de cansancio que no se origina en el cuerpo, sino en la mente. Una especie de desgaste que viene de sostener preocupaciones, miedos, responsabilidades o dudas durante demasiado tiempo. Es el peso de ir tirando sin parar, de no permitirte aflojar porque “hay que seguir”, porque “no está tan mal”, porque “hay gente que está peor”. Es un agotamiento emocional que aprendemos a ignorar camuflándolo en rutinas, productividad y conductas por inercia.
A veces, ni siquiera nos damos cuenta. Vivimos en modo automático, respondiendo mensajes, cumpliendo tareas, haciendo lo que “toca”. Y mientras tanto, vamos acumulando tensiones, conversaciones pendientes, decisiones que postergamos a la espera de un momento mejor para poder sopesarlas. Nos volvemos expertos en sostenernos, pero pésimos en escucharnos.
Ese tipo de fatiga no se alivia con dormir más, ni con escapadas de fin de semana. Se alivia cuando dejamos de exigirnos funcionar como si nada pasara. Cuando dejamos de empujar lo que sentimos al fondo del cajón y nos damos permiso para detenernos, para sentirnos, para preguntarnos con honestidad: ¿Qué parte de mí está cansada y por qué?
No es fácil hacer esa pausa. De hecho es justo lo contrario a lo que nos pide el cuerpo. La lógica en la que estamos inmersos es algo como “Una vez que termine con todo esto, tendré tiempo para ocuparme de lo que necesito”. Pero pasa el tiempo y surgen nuevas cosas de las que ocuparse con urgencia.
A veces da miedo, otras veces vergüenza. Pero ignorarlo no lo hace desaparecer. El cuerpo tiene su forma de avisar cuando algo no va bien, aunque no sepamos ponerle palabras.
Dormir es importante. Cuidar el cuerpo también. Pero hay un descanso más profundo que sólo llega cuando empezamos a mirarnos sin exigencias. A veces, el verdadero descanso comienza cuando dejamos de huir de lo que sentimos.
Te despiertas después de ocho horas de sueño. El cuerpo ha descansado, pero algo no encaja. Sientes el mismo peso que te acompañaba ayer, y ante el mínimo esfuerzo, vuelve ese agotamiento que no responde a lógica aparente. No es sueño. Es otra cosa. Una especie de fatiga que no se va durmiendo ni con un café bien cargado.
Durante mucho tiempo, interpreté esa sensación como pura falta de energía física. Me decía que necesitaba vacaciones, un fin de semana tranquilo, un cambio de rutina. Pero lo cierto es que pasaban los días, incluso los “buenos”, y la sensación persistía. Como si algo dentro de mí siguiera en alerta, agotado, sin terminar de bajar la guardia.
Hay un tipo de cansancio que no se origina en el cuerpo, sino en la mente. Una especie de desgaste que viene de sostener preocupaciones, miedos, responsabilidades o dudas durante demasiado tiempo. Es el peso de ir tirando sin parar, de no permitirte aflojar porque “hay que seguir”, porque “no está tan mal”, porque “hay gente que está peor”. Es un agotamiento emocional que aprendemos a ignorar camuflándolo en rutinas, productividad y conductas por inercia.
A veces, ni siquiera nos damos cuenta. Vivimos en modo automático, respondiendo mensajes, cumpliendo tareas, haciendo lo que “toca”. Y mientras tanto, vamos acumulando tensiones, conversaciones pendientes, decisiones que postergamos a la espera de un momento mejor para poder sopesarlas. Nos volvemos expertos en sostenernos, pero pésimos en escucharnos.
Ese tipo de fatiga no se alivia con dormir más, ni con escapadas de fin de semana. Se alivia cuando dejamos de exigirnos funcionar como si nada pasara. Cuando dejamos de empujar lo que sentimos al fondo del cajón y nos damos permiso para detenernos, para sentirnos, para preguntarnos con honestidad: ¿Qué parte de mí está cansada y por qué?
No es fácil hacer esa pausa. De hecho es justo lo contrario a lo que nos pide el cuerpo. La lógica en la que estamos inmersos es algo como “Una vez que termine con todo esto, tendré tiempo para ocuparme de lo que necesito”. Pero pasa el tiempo y surgen nuevas cosas de las que ocuparse con urgencia.
A veces da miedo, otras veces vergüenza. Pero ignorarlo no lo hace desaparecer. El cuerpo tiene su forma de avisar cuando algo no va bien, aunque no sepamos ponerle palabras.
Dormir es importante. Cuidar el cuerpo también. Pero hay un descanso más profundo que sólo llega cuando empezamos a mirarnos sin exigencias. A veces, el verdadero descanso comienza cuando dejamos de huir de lo que sentimos.