La trampa de la positividad forzada
Un amigo me escribió el otro día: “Estoy pasando por algo muy duro… pero bueno, todo pasa por algo, ¿no?”. Me quedé pensando en lo rápido que pasamos del dolor al intento de darle una forma aceptable, luminosa, incluso útil. Como si el sufrimiento necesitara una justificación inmediata para ser escuchado. Como si sólo nos permitiéramos sentir si al final podemos ponerle un lazo bonito.
Vivimos en una época en la que la positividad se ha convertido casi en una norma social. Frases como “piensa en lo bueno”, “todo es cuestión de actitud” o “las cosas siempre pasan por algo” se repiten como mantras en conversaciones, redes sociales y hasta en tazas de desayuno. Y aunque puedan tener buenas intenciones, también pueden convertirse en una forma sutil de negar lo que sentimos.
No todo tiene un lado bueno en el momento. No todas las experiencias difíciles traen consigo una lección clara y rápida. Y está bien que así sea. Tratar de acelerar el proceso emocional para encajar en un discurso de optimismo constante no solo es irreal, sino también injusto con nosotros mismos.
La positividad forzada nos obliga a sonreír cuando quisiéramos llorar, a disimular cuando estamos rotos, a decir que estamos bien cuando en realidad no lo estamos. Nos empuja a pensar que sentir tristeza, rabia o miedo es un signo de debilidad o de que algo va mal en nosotros. Pero sentir esas emociones es justamente lo que nos hace humanos. No hay nada erróneo en ello.
Además, esta forma de pensar puede alejarnos de los demás. Cuando creemos que debemos estar siempre bien, dejamos de compartir lo que realmente nos pasa. Ocultamos nuestras heridas bajo capas de frases hechas, perdiendo la oportunidad de recibir apoyo genuino. Y cuando todos hacemos lo mismo, la soledad crece, aunque estemos rodeados.
Esto no significa que tengamos que quedarnos atrapados en el dolor ni alimentarlo eternamente. Pero sí que merecemos espacios para transitarlo sin que nos apuren, sin que nos presionen a sacar una enseñanza antes de haber sanado.
Hay momentos que simplemente duelen, y necesitan tiempo y validación, no frases hechas.
La verdadera fortaleza emocional no está en maquillar lo que sentimos, sino en ser capaces de sostenerlo con honestidad. En poder decir “esto me duele” sin necesidad de justificarlo.
Quizás el verdadero optimismo no está en negar el sufrimiento, sino en confiar en que podemos atravesarlo sin escondernos de él. En saber que no hace falta iluminarlo todo, a veces basta con poder sostenerlo.
Un amigo me escribió el otro día: “Estoy pasando por algo muy duro… pero bueno, todo pasa por algo, ¿no?”. Me quedé pensando en lo rápido que pasamos del dolor al intento de darle una forma aceptable, luminosa, incluso útil. Como si el sufrimiento necesitara una justificación inmediata para ser escuchado. Como si sólo nos permitiéramos sentir si al final podemos ponerle un lazo bonito.
Vivimos en una época en la que la positividad se ha convertido casi en una norma social. Frases como “piensa en lo bueno”, “todo es cuestión de actitud” o “las cosas siempre pasan por algo” se repiten como mantras en conversaciones, redes sociales y hasta en tazas de desayuno. Y aunque puedan tener buenas intenciones, también pueden convertirse en una forma sutil de negar lo que sentimos.
No todo tiene un lado bueno en el momento. No todas las experiencias difíciles traen consigo una lección clara y rápida. Y está bien que así sea. Tratar de acelerar el proceso emocional para encajar en un discurso de optimismo constante no solo es irreal, sino también injusto con nosotros mismos.
La positividad forzada nos obliga a sonreír cuando quisiéramos llorar, a disimular cuando estamos rotos, a decir que estamos bien cuando en realidad no lo estamos. Nos empuja a pensar que sentir tristeza, rabia o miedo es un signo de debilidad o de que algo va mal en nosotros. Pero sentir esas emociones es justamente lo que nos hace humanos. No hay nada erróneo en ello.
Además, esta forma de pensar puede alejarnos de los demás. Cuando creemos que debemos estar siempre bien, dejamos de compartir lo que realmente nos pasa. Ocultamos nuestras heridas bajo capas de frases hechas, perdiendo la oportunidad de recibir apoyo genuino. Y cuando todos hacemos lo mismo, la soledad crece, aunque estemos rodeados.
Esto no significa que tengamos que quedarnos atrapados en el dolor ni alimentarlo eternamente. Pero sí que merecemos espacios para transitarlo sin que nos apuren, sin que nos presionen a sacar una enseñanza antes de haber sanado.
Hay momentos que simplemente duelen, y necesitan tiempo y validación, no frases hechas.
La verdadera fortaleza emocional no está en maquillar lo que sentimos, sino en ser capaces de sostenerlo con honestidad. En poder decir “esto me duele” sin necesidad de justificarlo.
Quizás el verdadero optimismo no está en negar el sufrimiento, sino en confiar en que podemos atravesarlo sin escondernos de él. En saber que no hace falta iluminarlo todo, a veces basta con poder sostenerlo.