Cuando se apaga la luz y se enciende lo humano
El reciente apagón que ha paralizado por muchas horas España nos pilló, como suele pasar con lo inesperado, en mitad de nuestra vida cotidiana. Que, curiosamente, depende en un alto porcentaje precisamente de la luz. Además de pararse los ascensores, los trenes, los cajeros automáticos, las gasolineras…de repente se apagaron las pantallas y los routers dejaron de parpadear. Silencio digital en todo el país. Sin internet, sin móviles, sin televisión… parecía el fin del mundo moderno. Como han repetido los medios una y otra vez, España volvió a ser analógica. Y al levantar la vista del ordenador y del teléfono, no nos quedó otra que mirar a nuestro alrededor. Nuestro mundo hiperconectado y, paradójicamente más aislado que nunca, se removió en cuestión de segundos..
En ese extraño paréntesis sin tecnología, la actividad cambió. Que somos seres totalmente sociales ha quedado claro. Ante la falta de pantallas, el personal se echó a la calle, a pasear o simplemente a la puerta de casa. Enseguida se formaron grupos de personas comentando, escuchando una radio a pilas, incluso bailando y tomando una cerveza (aunque fuera caliente). Los parques llenos, las plazas animadas, las calles con vida. La gente conectada. Ha habido espontáneos dirigiendo el tráfico, poniendo música, organizando bailes… Varias personas mayores me han contado como sus vecinos se han acercado a ver si necesitaban algo, o simplemente a decirles que estaban cerca y pendientes. Los padres y madres se han unido para hacer planes conjuntos con los niños. Sin notificaciones, likes ni filtros, la gente reapareció por unas horas mirándose a la cara. Dejamos de ser extraños. Y en muchos lugares recuperamos la conversación a la luz de las velas. Tranquila, sin interrupciones.
En estas circunstancias que nos sacan de nuestra adorada zona de confort aparecen verdades reveladoras. Una de ellas es que las prioridades se recolocan solas. Sin tener que pensar mucho, en nuestro tablero empezamos a repasar: primero la familia y las personas allegadas, comprobar que están todos bien.
Después la supervivencia: el agua, la comida, la luz, la seguridad, la compañía. Lo básico, todo eso que damos por sentado, que nos parece que siempre va a estar ahí, cobra un sentido casi sagrado. Nos damos cuenta de lo que de verdad importa. Un apagón nos recuerda que, más allá del ruido digital, somos seres sociales, colaborativos, profundamente humanos. No estaría mal proponer desenchufarnos a propósito cada cierto tiempo. Al apagar las luces nos iluminó una verdad que me conmueve: que seguimos siendo tribu, aunque a veces se nos olvide.
El reciente apagón que ha paralizado por muchas horas España nos pilló, como suele pasar con lo inesperado, en mitad de nuestra vida cotidiana. Que, curiosamente, depende en un alto porcentaje precisamente de la luz. Además de pararse los ascensores, los trenes, los cajeros automáticos, las gasolineras…de repente se apagaron las pantallas y los routers dejaron de parpadear. Silencio digital en todo el país. Sin internet, sin móviles, sin televisión… parecía el fin del mundo moderno. Como han repetido los medios una y otra vez, España volvió a ser analógica. Y al levantar la vista del ordenador y del teléfono, no nos quedó otra que mirar a nuestro alrededor. Nuestro mundo hiperconectado y, paradójicamente más aislado que nunca, se removió en cuestión de segundos..
En ese extraño paréntesis sin tecnología, la actividad cambió. Que somos seres totalmente sociales ha quedado claro. Ante la falta de pantallas, el personal se echó a la calle, a pasear o simplemente a la puerta de casa. Enseguida se formaron grupos de personas comentando, escuchando una radio a pilas, incluso bailando y tomando una cerveza (aunque fuera caliente). Los parques llenos, las plazas animadas, las calles con vida. La gente conectada. Ha habido espontáneos dirigiendo el tráfico, poniendo música, organizando bailes… Varias personas mayores me han contado como sus vecinos se han acercado a ver si necesitaban algo, o simplemente a decirles que estaban cerca y pendientes. Los padres y madres se han unido para hacer planes conjuntos con los niños. Sin notificaciones, likes ni filtros, la gente reapareció por unas horas mirándose a la cara. Dejamos de ser extraños. Y en muchos lugares recuperamos la conversación a la luz de las velas. Tranquila, sin interrupciones.
En estas circunstancias que nos sacan de nuestra adorada zona de confort aparecen verdades reveladoras. Una de ellas es que las prioridades se recolocan solas. Sin tener que pensar mucho, en nuestro tablero empezamos a repasar: primero la familia y las personas allegadas, comprobar que están todos bien.
Después la supervivencia: el agua, la comida, la luz, la seguridad, la compañía. Lo básico, todo eso que damos por sentado, que nos parece que siempre va a estar ahí, cobra un sentido casi sagrado. Nos damos cuenta de lo que de verdad importa. Un apagón nos recuerda que, más allá del ruido digital, somos seres sociales, colaborativos, profundamente humanos. No estaría mal proponer desenchufarnos a propósito cada cierto tiempo. Al apagar las luces nos iluminó una verdad que me conmueve: que seguimos siendo tribu, aunque a veces se nos olvide.