Desconexión por pantallas
Delante de nuestros ojos estaba ocurriendo una escena curiosa. Es en Portugal, este verano. En el restaurante en el que estábamos cenando, en una mesa están un padre y un hijo de unos veinte años. En ningún momento se hablan porque el chico está todo el tiempo con los ojos pegados a un teléfono móvil. Solo levanta la cabeza para pedir al camarero y vuelve a su mundo otra vez. El padre mira al infinito, al plato, a la cara de su hijo, a su alrededor y vuelta al infinito. Cenan en silencio, como si no estuvieran juntos, como si hubiera un muro invisible en medio de la mesa. En un momento dado se pone a llover y, como era una terraza, aunque estábamos en una parte cubierta, se empieza a filtrar agua por una rendija del techo y le cae directamente al joven por la espalda. Lo más curioso es que ni se inmuta, sigue con la cara metida en la pantalla mientras come con la otra mano. De repente el padre se levanta y le mueve la silla para apartarlo del agua. Se vuelve a sentar mirando con vergüenza al resto de los comensales. Y siguen sin hablarse hasta que pagan y se van.
Pocos días después vamos por la calle. Una madre joven lleva a su bebe en una sillita de paseo mirando hacia ella. La madre no despega la cara del móvil mientras anda. El bebe la mira, mejor dicho, mira el reverso del móvil, que es lo que tiene delante. Hace ruidos, llama la atención, pero sin ningún resultado. Su soledad es similar al del padre del restaurante: estar con alguien sin estar. Estar con una sombra, con un fantasma. Una soledad curiosamente acompañada. Me pregunto porqué no le da la vuelta a la silla. Así al menos podría mirar al mundo y ver cosas mucho más entretenidas que la vuelta de un teléfono.
Seguro que se os ocurren cientos de casos más que veréis en vuestro día a día. La forma de comunicarnos ha cambiado y las pantallas se imponen. Bien por que los algoritmos nos atrapan y nos dan justo lo que nos gusta y en las dosis adecuadas. Bien porque lo que encontramos en la pantalla a veces es más estimulante y divertido que lo que tenemos en el mundo real. O porque las redes sociales, según advierten los psiquiatras y psicólogos, nos dan dopamina en vena y secuestran nuestra atención. Somos auténticos yonkis, muñecos cada vez más manipulables. Lo que está claro es que las relaciones han cambiado. Sobre todo en los más jóvenes, que tienen horas de exposición al día. La consecuencia es que se miran menos a los ojos, se ríen menos juntos y pierden práctica en entablar y mantener conversaciones. Tenemos un reto importante por delante, que está directamente relacionado con la salud mental. Ojalá sepamos encontrar alguna solución.
Delante de nuestros ojos estaba ocurriendo una escena curiosa. Es en Portugal, este verano. En el restaurante en el que estábamos cenando, en una mesa están un padre y un hijo de unos veinte años. En ningún momento se hablan porque el chico está todo el tiempo con los ojos pegados a un teléfono móvil. Solo levanta la cabeza para pedir al camarero y vuelve a su mundo otra vez. El padre mira al infinito, al plato, a la cara de su hijo, a su alrededor y vuelta al infinito. Cenan en silencio, como si no estuvieran juntos, como si hubiera un muro invisible en medio de la mesa. En un momento dado se pone a llover y, como era una terraza, aunque estábamos en una parte cubierta, se empieza a filtrar agua por una rendija del techo y le cae directamente al joven por la espalda. Lo más curioso es que ni se inmuta, sigue con la cara metida en la pantalla mientras come con la otra mano. De repente el padre se levanta y le mueve la silla para apartarlo del agua. Se vuelve a sentar mirando con vergüenza al resto de los comensales. Y siguen sin hablarse hasta que pagan y se van.
Pocos días después vamos por la calle. Una madre joven lleva a su bebe en una sillita de paseo mirando hacia ella. La madre no despega la cara del móvil mientras anda. El bebe la mira, mejor dicho, mira el reverso del móvil, que es lo que tiene delante. Hace ruidos, llama la atención, pero sin ningún resultado. Su soledad es similar al del padre del restaurante: estar con alguien sin estar. Estar con una sombra, con un fantasma. Una soledad curiosamente acompañada. Me pregunto porqué no le da la vuelta a la silla. Así al menos podría mirar al mundo y ver cosas mucho más entretenidas que la vuelta de un teléfono.
Seguro que se os ocurren cientos de casos más que veréis en vuestro día a día. La forma de comunicarnos ha cambiado y las pantallas se imponen. Bien por que los algoritmos nos atrapan y nos dan justo lo que nos gusta y en las dosis adecuadas. Bien porque lo que encontramos en la pantalla a veces es más estimulante y divertido que lo que tenemos en el mundo real. O porque las redes sociales, según advierten los psiquiatras y psicólogos, nos dan dopamina en vena y secuestran nuestra atención. Somos auténticos yonkis, muñecos cada vez más manipulables. Lo que está claro es que las relaciones han cambiado. Sobre todo en los más jóvenes, que tienen horas de exposición al día. La consecuencia es que se miran menos a los ojos, se ríen menos juntos y pierden práctica en entablar y mantener conversaciones. Tenemos un reto importante por delante, que está directamente relacionado con la salud mental. Ojalá sepamos encontrar alguna solución.