Por casualidad
Casi por casualidad ha llegado a mis manos un relato que me ha enviado una hermana y que me llamó la atención por lo familiar que me resultaba la letra. Se veía una escritura de una mano temblorosa, pero de una caligrafía de estilo gótica que me resultaba cercana, muy cercana y conocida. Pensé en la posibilidad de que el relato fuera de mi padre, hasta que empecé a leerlo y, al momento, me descuadró una falta de ortografía por la que lo descarté rápidamente. En toda mi vida, jamás vi una sola falta suya, y se preocupó mucho porque ninguno de los hermanos la tuviéramos. Imposible que pudiera ser suya.
El texto, era el siguiente: “Cerca de unos prados que hay en mi lugar, pasaba un borrico por casualidad. “Hallí” halló una flauta a la que un zagal se dejó olvidada por casualidad. Acercose a olerla el dicho animal y dio un resoplido por casualidad. El aire en el tubo hubo de volar y sonó la flauta por casualidad. ¡Oh! dijo el borrico, ¡qué bien se tocar!, ¡y dirán que es mala la música asnal! Sin reglas de arte borriquitos hay, que una vez aciertan por casualidad”.
Me resultó todo tan raro que pregunté si era mi padre, y la contestación era afirmativa. La había escrito dos años antes de dejarnos y dos años después de tener un ataque de epilepsia del que pensamos que no iba a recuperarse en lo que le restaba. Tardó bastante en recuperar y desafortunadamente lo hizo con un cargamento de pastillas que ralentizaban su mente para que el acelerón en el que trabajaba su cerebro y que le hacían dormitar durante mucho tiempo, pero permitían a su cerebro trabajar a buen ritmo.
Pronto comenzó a hacer puzzles, sudokus, autodefinidos, y algún juego de construcción que le molestaba que se lo dieras, pero que, al rato, cogía y lo reconstruía.
De ahí pasó a la lectura. Primero con el periódico, del que decía que le aburría porque solamente traía noticias trágicas (gran despliegue de lucidez), y como terminó aburrido de las mismas noticias, pasó a los libros, primero de letra más o menos grande, para finalizar leyendo el Quijote, del que comentaba que cada vez que lo había leído, había encontrado algo nuevo que no había leído con anterioridad.
Por último, cogió el ordenador que permitía que mi hermana Pilar filtrara lo que le interesaba leer. No le duró mucho, decía que le dañaba la vista y que le cansaba leer por ahí.
No tardó después de todo esto mucho tiempo en dejarnos. Me decía que hasta los ochenta años él había disfrutado mucho de la vida, pero que, a partir de esa edad, ya no podía hacer lo que de verdad le hacía feliz.
Cuando escribí la columna el mes pasado, hablaba de que no existía edad para superarse en esta vida. Este es mi más cercano ejemplo de que es así. La superación no tiene edad, simplemente trabaja por el interés de ser mejor en la vida. lucas.miura@gmail.com
Casi por casualidad ha llegado a mis manos un relato que me ha enviado una hermana y que me llamó la atención por lo familiar que me resultaba la letra. Se veía una escritura de una mano temblorosa, pero de una caligrafía de estilo gótica que me resultaba cercana, muy cercana y conocida. Pensé en la posibilidad de que el relato fuera de mi padre, hasta que empecé a leerlo y, al momento, me descuadró una falta de ortografía por la que lo descarté rápidamente. En toda mi vida, jamás vi una sola falta suya, y se preocupó mucho porque ninguno de los hermanos la tuviéramos. Imposible que pudiera ser suya.
El texto, era el siguiente: “Cerca de unos prados que hay en mi lugar, pasaba un borrico por casualidad. “Hallí” halló una flauta a la que un zagal se dejó olvidada por casualidad. Acercose a olerla el dicho animal y dio un resoplido por casualidad. El aire en el tubo hubo de volar y sonó la flauta por casualidad. ¡Oh! dijo el borrico, ¡qué bien se tocar!, ¡y dirán que es mala la música asnal! Sin reglas de arte borriquitos hay, que una vez aciertan por casualidad”.
Me resultó todo tan raro que pregunté si era mi padre, y la contestación era afirmativa. La había escrito dos años antes de dejarnos y dos años después de tener un ataque de epilepsia del que pensamos que no iba a recuperarse en lo que le restaba. Tardó bastante en recuperar y desafortunadamente lo hizo con un cargamento de pastillas que ralentizaban su mente para que el acelerón en el que trabajaba su cerebro y que le hacían dormitar durante mucho tiempo, pero permitían a su cerebro trabajar a buen ritmo.
Pronto comenzó a hacer puzzles, sudokus, autodefinidos, y algún juego de construcción que le molestaba que se lo dieras, pero que, al rato, cogía y lo reconstruía.
De ahí pasó a la lectura. Primero con el periódico, del que decía que le aburría porque solamente traía noticias trágicas (gran despliegue de lucidez), y como terminó aburrido de las mismas noticias, pasó a los libros, primero de letra más o menos grande, para finalizar leyendo el Quijote, del que comentaba que cada vez que lo había leído, había encontrado algo nuevo que no había leído con anterioridad.
Por último, cogió el ordenador que permitía que mi hermana Pilar filtrara lo que le interesaba leer. No le duró mucho, decía que le dañaba la vista y que le cansaba leer por ahí.
No tardó después de todo esto mucho tiempo en dejarnos. Me decía que hasta los ochenta años él había disfrutado mucho de la vida, pero que, a partir de esa edad, ya no podía hacer lo que de verdad le hacía feliz.
Cuando escribí la columna el mes pasado, hablaba de que no existía edad para superarse en esta vida. Este es mi más cercano ejemplo de que es así. La superación no tiene edad, simplemente trabaja por el interés de ser mejor en la vida. lucas.miura@gmail.com