Saborear lo insípido
El otro día reflexionaba con un amigo sobre el papel que damos a la intensidad. A mi parecer, vivimos en una cultura que adora la intensidad. Aspiramos a trabajar más horas, a rendir más, a tener unas vacaciones con más adrenalina, a saborear unos alimentos con sabores más extremos…
Parece como si estuviéramos atrapados en una búsqueda continua de la intensidad. Incluso nuestras valoraciones sobre las cosas se vuelven extremas. O una persona nos cae genial o no podemos soportarla. Como si la realidad estuviera sometida a la dicotomía de amar algo u odiarlo.
Esta tendencia a los extremos, también sucede en nuestra propia regulación emocional. Etiquetamos las emociones como positivas o negativas y así parece que no existe nada más. O nos encontramos genial (felices, contentos, motivados…) o estamos fatal (tristes, cansados, preocupados…). Como si las mezclas no existieran. Como si no fuera posible estar feliz y cansado, triste y motivado o contento y preocupado.
Tampoco parece existir lo intermedio entre esos dos polos. Cualquier emoción neutra es rechazada. El aburrimiento, lo anodino o lo insípido son lugares poco conocidos de los que parece mejor huir. Un padre le dirá sin problemas a su hijo “no pasa nada por sentirse así, es normal” cuando éste muestre tristeza. Aceptando y dando un espacio a esa emoción. Sin embargo, si lo que muestra es aburrimiento, probablemente le dirá algo como “pues haz algo, entretente con cualquier cosa, sal”. Trasmitiendo así que esta es una emoción de la que es mejor escapar.
Pueden parecer diferencias sutiles, pero tienen resultados en nuestra concepción de las emociones. Aún siendo más dolorosa la tristeza que el aburrimiento, estamos más acostumbrados a gestionarla. Sabemos hacerlo mejor. Tenemos más recorrido aceptando esta emoción que aceptando el aburrimiento. Y no es porque este sea más complicado de digerir, es porque nos falta entrenamiento.
Solemos gestionar mal estas emociones relacionadas con la insipidez (el aburrimiento, la desazón, la apatía…). Estamos acostumbrados a evitarlas y eso nos lleva a veces a conductas desadaptativas: comprar para animarnos, consumir alcohol para divertirnos, apostar para darle emoción a un partido o comer cuando no sabemos qué hacer.
Que algo no nos guste, no implica que no exista. Hay un amplísimo abanico de emociones y si no podemos apreciar los sabores sutiles que hay en lo insípido perderemos toda la gama de grises que se encuentra entre el blanco y el negro. Seremos incapaces de disfrutar del auténtico sabor de los alimentos porque siempre los endulzaremos con azúcar o enmascararemos con alguna salsa.
El otro día reflexionaba con un amigo sobre el papel que damos a la intensidad. A mi parecer, vivimos en una cultura que adora la intensidad. Aspiramos a trabajar más horas, a rendir más, a tener unas vacaciones con más adrenalina, a saborear unos alimentos con sabores más extremos…
Parece como si estuviéramos atrapados en una búsqueda continua de la intensidad. Incluso nuestras valoraciones sobre las cosas se vuelven extremas. O una persona nos cae genial o no podemos soportarla. Como si la realidad estuviera sometida a la dicotomía de amar algo u odiarlo.
Esta tendencia a los extremos, también sucede en nuestra propia regulación emocional. Etiquetamos las emociones como positivas o negativas y así parece que no existe nada más. O nos encontramos genial (felices, contentos, motivados…) o estamos fatal (tristes, cansados, preocupados…). Como si las mezclas no existieran. Como si no fuera posible estar feliz y cansado, triste y motivado o contento y preocupado.
Tampoco parece existir lo intermedio entre esos dos polos. Cualquier emoción neutra es rechazada. El aburrimiento, lo anodino o lo insípido son lugares poco conocidos de los que parece mejor huir. Un padre le dirá sin problemas a su hijo “no pasa nada por sentirse así, es normal” cuando éste muestre tristeza. Aceptando y dando un espacio a esa emoción. Sin embargo, si lo que muestra es aburrimiento, probablemente le dirá algo como “pues haz algo, entretente con cualquier cosa, sal”. Trasmitiendo así que esta es una emoción de la que es mejor escapar.
Pueden parecer diferencias sutiles, pero tienen resultados en nuestra concepción de las emociones. Aún siendo más dolorosa la tristeza que el aburrimiento, estamos más acostumbrados a gestionarla. Sabemos hacerlo mejor. Tenemos más recorrido aceptando esta emoción que aceptando el aburrimiento. Y no es porque este sea más complicado de digerir, es porque nos falta entrenamiento.
Solemos gestionar mal estas emociones relacionadas con la insipidez (el aburrimiento, la desazón, la apatía…). Estamos acostumbrados a evitarlas y eso nos lleva a veces a conductas desadaptativas: comprar para animarnos, consumir alcohol para divertirnos, apostar para darle emoción a un partido o comer cuando no sabemos qué hacer.
Que algo no nos guste, no implica que no exista. Hay un amplísimo abanico de emociones y si no podemos apreciar los sabores sutiles que hay en lo insípido perderemos toda la gama de grises que se encuentra entre el blanco y el negro. Seremos incapaces de disfrutar del auténtico sabor de los alimentos porque siempre los endulzaremos con azúcar o enmascararemos con alguna salsa.
























