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Manuel García Cienfuegos
Viernes, 04 de Febrero de 2011

Charlot

Bosteza el domingo en su tarde de invierno. Todo ha quedado desnudo de abalorios, de árboles con luces incandescentes, de indigestiones y resacas que machacaron los cuerpos. Las rebajas han tomado los escaparates. En la cercanía, bajo el reposo, los almendros, en su íntima primavera particular, se han colocado sus prendas vistiéndose de blanco.

Detrás de él, oculto, donde casi nadie la veía, una inscripción oficiaba su milagro: “Seizo el Teatro el año 1904”. Ese año la Sociedad Obrera “La Defensa” compró una casa en la calle Mérida que acabó siendo la “Casa del Pueblo”. Después apareció “La Concha”, donde el jazmín supo ponerle un toque de olor nocturno a las estrellas que aparecían en su pantalla. Entonces la sociedad transcurría entre la esperanza, los problemas sociales y la amenaza de las bombas anarquistas. Un día la inscripción desapareció, como desaparecieron el escenario, los camerinos y la máquina de proyectar.

En su fachada tres puertas y tres ventanas ojivales. Arriba, en su frontispicio, un ojo de buey y la inscripción “Teatro Calderón de la Barca”. Su vestíbulo era ancho, elegante, y nada tenía que envidiar con los que lucían las salas de cine de la capital. El telón, la concha, la pantalla y los genios del arte dramático: Calderón de la Barca y Lope de Vega.

Abajo, sobre un suelo de madera, el patio de butacas. Arriba, gradas de madera sin respaldo. Territorio bautizado y bendecido con el nombre de “gallinero”. Una tiranta de hierro, al alcance de los más ágiles y atrevidos que emulaban la acrobacia de Tarzán de los monos, atravesaba aquel paraíso superior, aquella república gobernada por el desorden y el pataleo. Teatro, zarzuela, variedades, bailes de sociedad, conciertos, cante flamenco, copla española… y miles, miles de películas. Y actores, muchos actores. Por el pasillo corría la luz buscando la pantalla. Allí aparecían, reencarnados en cada proyección, las emociones, las aventuras, las guerras, las lágrimas, los besos y los héroes. Los que se iban a la otra vida y los que se quedaban.

José Cienfuegos de la O, en la puerta principal, cortaba las entradas. Agustín García Brías, “El manco”, lo hacía en la del patio de butacas. Un eficaz cancerbero herido con la División Azul, que daba el visto bueno al acceso, alternando con el control de las listas de las “niñas del pimentón” de la fábrica de don Felipe Corchero. Juan Torres y Lorenzo, su ayudante, proyectaba las películas, escuchando algunos reproches del público cuando se producía inesperadamente un corte o cambio de rollo. En el ambigú, Miguel Piedehierro y Francisca López, vendían chatos de vino, cerveza, pipas, avellanas y caramelos.

Al entrar en el patio de butacas aparecía él, el acomodador. Un hombre bajito con nombre de árbitro de fútbol: Pérez Cienfuegos, quien mantenía los ruidos en silencio. En aquellos tiempos, el acomodador y el sereno imponían respeto. Francisco Pérez Cienfuegos fue herido en la Guerra Civil, dejándole secuelas en una pierna. El oficio de maestro hojalatero y el Teatro Calderón ocuparon sus quehaceres. La Ferretería González fue su principal cliente. De sus manos, moldeando la hojalata, salían cubos, regaderas, tinajas para el aceite, cántaros, cañerías, baños… Así, con su trabajo, fue como sacó adelante cuatro hijos en aquellos tiempos duros, difíciles, de doblar esfuerzos, junto a su mujer, Manuela.

Por la noche cambiaba la artesanía de la hojalata por una linterna, orientando a los que llegaban tarde, porque algunos no querían ver el No-Do que entonces imponían. Francisco controlaba el auditorio, bajo aquella orquesta de sonidos que producían las pipas. Una noche fue bautizado con el nombre de “Charlot”, quedando unido para siempre al genio de Chaplin. Charlot, ahora, ha regresado reestrenando la banda sonora de aquellos días, bajo la magia de la luz y el sonido, indicándonos, al llegar a la fila: “es la quinta butaca”.

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