A Noé le vas hablar de la lluvia
Pronto olerá y sabrá
cuasi a frío de invierno. El tiempo, con su deseo amarrado, reedita y nos manda
bajar y alargar las mangas de la camisa. Serpentea el rito del humo de las castañas
que pregona gozoso, en estas fechas de recuerdos de difuntos, bajo los
contraluces grises con los que nos obsequia la otoñada, que el cielo es cosa
del otro mundo, de la otra vida, de una realidad diferente, y sin embargo,
sabemos por experiencia, que a veces lo poseemos antes de morir. “Alcanzó la
gloria”, se dice cuando se consigue un triunfo. “Estoy en la gloria”, al
percibir, por ejemplo, sensaciones tras un buen homenaje gastronómico. Uniendo
las dos dimensiones del hombre, la terrenal y la celestial.
El cielo, la gloria,
el paraíso, el infierno, el purgatorio, el llanto, el dolor y las llamas. Que
lo uno y lo otro, todo, quedó expresado, de manera didáctica, en los retablos
de Ánimas. Pura esencia de la Contrarreforma, donde
las llamas arden que se las pelan sobre los atormentados cuerpos de las almas
que se achicharran en el vuelta y vuelta por el fuego. Almas sufrientes en
lista de espera, aguardando a ver si sale una plaza libre en el listado de
embarque para llevarlas desde el purgatorio al cielo, gracias a la intercesión
de plegarias, oraciones e indulgencias, que tanto escandalizaron a Lutero.
Quinto
Horacio Flaco escribió que “La pálida muerte tan pronto pisa pobres chozas como
torres reales”, queriendo decir, con ello, que nadie se escapa ni libra de
ella. Ante la fugacidad de la vida terrena, el poeta latino se apoyaba en su Carpe Diem (aprovecha el día) para
decirnos que la vida es corta y debemos apresurarnos a gozar de ella.
Fue
entonces, al socaire de los pensamientos de tan insigne poeta, cuando nacieron
los príncipes de las tabernas. Gente que no le gustaba abandonar la profesión y
menos quedarse tieso en un día señalado. Eso sí, cuando alguno se iba sin
avisar, causaba honda pena y malestar en el cónclave tabernario, reprochándole
con firmeza al finado “Esto no se hace. Esto se avisa”.
Gente que
no frecuentaba la iglesia, pero piadosos, devotos y fervorosos, por sus asiduas
visitas a los templos y cenobios de Baco. Repúblicas de la bebienda. Lugares
para la intelectualidad, la sabiduría y la conversación. Refugio de notables,
asilo de desorientados y aliento de abatidos. Con ordenanzas muy claras:
“Prohibido escupir en el suelo”, “No olvides tirar de la cadena”, “Prohibido
terminantemente el cante”, “Prohibido cantar mal. Si crees que cantas bien,
canta, pero en la calle”, “No te preocupes, tú bebe”. Todo ello fue la
impronta, el carácter de su espíritu, bajo el rito al compás de un trago de
vino, que marcaba así a todo un mundo en armonía y saludable convivencia.
Bastaba
una mesa y encima una frasca de boca ancha, protegida por un tapón grande de
corcho para que empezase todo. O un mostrador de madera para restregar los
codos. Así era como comenzaba la función de empinarlo, mostrando la devoción al
claro o al tinto. Al fondo, una voz grave y solemne invitaba al consumo: “Apura
que te llene”.
Cuando la
hora de recogida se desmadraba llegaba lo peor. En la lenta quietud de la
noche, surgía una letanía de advertencias. “Qué derecho vamos hoy”, “Coño, si
me muevo lo vierto”, “Cuidado con los tropezones”. A llegar a casa, la frase
era casi siempre la misma “Cómo hueles a vino. Si no te puedes tener en pie”.
Entonces surgía la ilustre personalidad del afectado, quien aguantando el
equilibrio, respondía ante la dureza del chaparrón “Yo sé quien soy”, “A Noé le
vas hablar de la lluvia”. Y con la seriedad propia del momento, proclamaba
ceremoniosamente la liturgia propia en la que creía y honradamente practicaba
“Sic transit gloria mundi”. “Así pasa la gloria del mundo”. Ahí es nada.
Pronto olerá y sabrá cuasi a frío de invierno. El tiempo, con su deseo amarrado, reedita y nos manda bajar y alargar las mangas de la camisa. Serpentea el rito del humo de las castañas que pregona gozoso, en estas fechas de recuerdos de difuntos, bajo los contraluces grises con los que nos obsequia la otoñada, que el cielo es cosa del otro mundo, de la otra vida, de una realidad diferente, y sin embargo, sabemos por experiencia, que a veces lo poseemos antes de morir. “Alcanzó la gloria”, se dice cuando se consigue un triunfo. “Estoy en la gloria”, al percibir, por ejemplo, sensaciones tras un buen homenaje gastronómico. Uniendo las dos dimensiones del hombre, la terrenal y la celestial.
El cielo, la gloria, el paraíso, el infierno, el purgatorio, el llanto, el dolor y las llamas. Que lo uno y lo otro, todo, quedó expresado, de manera didáctica, en los retablos de Ánimas. Pura esencia de la Contrarreforma, donde las llamas arden que se las pelan sobre los atormentados cuerpos de las almas que se achicharran en el vuelta y vuelta por el fuego. Almas sufrientes en lista de espera, aguardando a ver si sale una plaza libre en el listado de embarque para llevarlas desde el purgatorio al cielo, gracias a la intercesión de plegarias, oraciones e indulgencias, que tanto escandalizaron a Lutero.
Quinto Horacio Flaco escribió que “La pálida muerte tan pronto pisa pobres chozas como torres reales”, queriendo decir, con ello, que nadie se escapa ni libra de ella. Ante la fugacidad de la vida terrena, el poeta latino se apoyaba en su Carpe Diem (aprovecha el día) para decirnos que la vida es corta y debemos apresurarnos a gozar de ella.
Fue entonces, al socaire de los pensamientos de tan insigne poeta, cuando nacieron los príncipes de las tabernas. Gente que no le gustaba abandonar la profesión y menos quedarse tieso en un día señalado. Eso sí, cuando alguno se iba sin avisar, causaba honda pena y malestar en el cónclave tabernario, reprochándole con firmeza al finado “Esto no se hace. Esto se avisa”.
Gente que no frecuentaba la iglesia, pero piadosos, devotos y fervorosos, por sus asiduas visitas a los templos y cenobios de Baco. Repúblicas de la bebienda. Lugares para la intelectualidad, la sabiduría y la conversación. Refugio de notables, asilo de desorientados y aliento de abatidos. Con ordenanzas muy claras: “Prohibido escupir en el suelo”, “No olvides tirar de la cadena”, “Prohibido terminantemente el cante”, “Prohibido cantar mal. Si crees que cantas bien, canta, pero en la calle”, “No te preocupes, tú bebe”. Todo ello fue la impronta, el carácter de su espíritu, bajo el rito al compás de un trago de vino, que marcaba así a todo un mundo en armonía y saludable convivencia.
Bastaba una mesa y encima una frasca de boca ancha, protegida por un tapón grande de corcho para que empezase todo. O un mostrador de madera para restregar los codos. Así era como comenzaba la función de empinarlo, mostrando la devoción al claro o al tinto. Al fondo, una voz grave y solemne invitaba al consumo: “Apura que te llene”.
Cuando la hora de recogida se desmadraba llegaba lo peor. En la lenta quietud de la noche, surgía una letanía de advertencias. “Qué derecho vamos hoy”, “Coño, si me muevo lo vierto”, “Cuidado con los tropezones”. A llegar a casa, la frase era casi siempre la misma “Cómo hueles a vino. Si no te puedes tener en pie”. Entonces surgía la ilustre personalidad del afectado, quien aguantando el equilibrio, respondía ante la dureza del chaparrón “Yo sé quien soy”, “A Noé le vas hablar de la lluvia”. Y con la seriedad propia del momento, proclamaba ceremoniosamente la liturgia propia en la que creía y honradamente practicaba “Sic transit gloria mundi”. “Así pasa la gloria del mundo”. Ahí es nada.