Hasta ahora había creído que el ejercicio de la política se basaba principalmente en la discrepancia e intercambio de ideas. Pero corren nuevos tiempos, y al parecer existen protocolos actualizados sobre el uso de esta apasionante ciencia.

Cualquiera que haya asistido a una reunión de militancia dentro de una corporación política al azar, con poco que se fije percibirá los sutiles cambios de los que hablo: Donde debía bullir el debate y la divergencia ahora solo se escucha el meloso sigilo de la condescendencia y el servilismo. Los militantes bien reciclados ya no se atreven a discutir los dogmas del candidato, claro está, bajo la subterfugia amenaza de convertirse en herejes condenados al destierro. Tragan lo que tengan que tragar, asienten y apoyan lo que tengan que apoyar, priorizan al grupo sobre la ética con tal de seguir protegidos por la manda, y todo bajo promesas de una individualización de los beneficios que su militancia pueda generar.

Los barones imponen el destino, el futuro, el pensamiento… El ejercicio de la militancia, en todos los estratos políticos, se ha reducido a la mínima expresión: Desde el congreso de los diputados, donde se impone la disciplina de voto, dinamitando los cimientos de la representatividad democrática, hasta las corporaciones de pueblos y ciudades, compuestas por meros repartidores de publicidad electoral.

Acertaríamos al asegurar que los militantes políticos bien pueden ser sustituidos por el chico de los recado de Carrefour y nadie notaría la diferencia. Carecen de mentes independientes y complementarias “a” sustituidas por mentes al servicio “de”.

Como robots de cocina pelan, trocean y pican. Pero el recetario ya está escrito. Y si por un caso hubiera que cambiarlo ese es trabajo de cocineros.