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Manuel García Cienfuegos
Domingo, 03 de Octubre de 2010

PAULA

Ábrete otoño. Pasó una tarde, pasó una mañana. Y así fue. Y al día siguiente despuntó la luz tamizada, llegó el bochorno del membrillo y los chaparrones de los dioses campesinos y poderosos de la liturgia de octubre proclamaron la otoñada. La historia, la memoria, la pasión y el recuerdo. Todo a la vez. La parra tiene pintada sus hojas de color cobre bajo la melancolía del bucle de otoño. Atrás quedó la mano de agosto en la que la uva se dulcifica y cambia de color. La amarilla se hace blanca y la tinta oscura, apareciendo el bello tono de la maduración. Atrás quedó el costumbrismo del cine de verano, bajo el olor a jazmines que subían por las tapias, el susurro de los cangilones de la noria en el bostezo de la siesta y los postigos cerrados.

Quema el sol de las cinco de la tarde calentando la carne de la cal de las fachadas de los portales. Por las hondonadas de la memoria, tiñendo los recuerdos, aparecen unas manos grandes, anchas, duras y hermosas que se entrecruzan. “¡Ya viene!”, exclama. “Desde que se va hasta que vuelve estoy al revés”. Era la frase preferida de Paula, quien durante toda su vida vigiló, custodió y cuidó el santuario de la Virgen de Barbaño.

Durante esa vida entregada a cuidar la casa de la que derrota distancias y cansancios -la llevaron a la ermita con apenas quince días-, Paula García Trasmonte conoció a mucha gente, parando, mandando y templando las embestidas largas que labra y produce el tiempo. Ella conoció, cual penitenciario en el confesionario, si la cosa iba para corto o para largo. Sabía de las cortas o las largas visitas de los devotos que a golpe de avemarías y velas encendidas imploran sus problemas y ansiedades. Paula tenía para esas devotas prácticas de súplicas, oraciones, promesas y peticiones, su particular dogma: “A Ella hay que darle siempre gracias por lo mucho bueno que nos da”. Junto a Pedro, su compañero de toda la vida, fueron pasando las hojas del almanaque de los quehaceres y sus días, con lo que daba de sí la tierra de la huerta de la Virgen.

Un día, de imprevisto, un negro nubarrón traicionero le traspasó el corazón y le cercenó el alma. Por la noche la ermita se llenó de penumbras, y hubo dolor, mucho dolor, llanto y luto por aquel hijo que se fue bajo la atenta mirada de quien cura y lava las heridas. A partir de entonces, todo fue muy distinto. El tiempo y lo que nos trae todo lo erosiona. ¡Cuánto debe doler para unos padres conocer la muerte de un hijo!  A Paula le afloraron aún más las arrugas, los suspiros, las amarguras y se le fue descafeinando la ilusión por las cosas.

Recuerdo cuando maduran las granadas, bajo el sol de los últimos rescoldos que nos embauca haciéndonos creer que aún queda verano, cómo, en una silla baja con asiento de enea, sus manos se entregaban al saludable oficio de machar la estirada piel de las aceitunas, tras haber caído los primeros chaparrones generosos que la ponían morada, dándole tamaño y convirtiéndolas en pan.

Así era como Paula y Pedro despertaban las orzas, volviendo al cabo de un año los sabores de la temporada. Las primeras aceitunas bajo el aliño mejor guardado. Tres o cuatro días en agua, cambiándosela dos o tres veces cada jornada. Después vinagre, trozos de pimientos rojos, ajos machados, sal, orégano, pimentón… y un buen reposo. Todo con un sabor ligeramente amargo, pero muy agradable. Mis ojos se iban en busca de aquellas orzas. Paula sonreía, y yo le profetizaba “Tienen que estar de muerte”.

Cuando el sol no pueda quitarse el frío de la cara. Cuando se caigan las hojas y venga la lluvia empapándolo todo. Cuando se pidan mesas de camilla y brasero poniendo en lo alto, para aliviarnos de las encogidas del invierno, un plato de migas; allí estará un tazón de aceitunas aliñadas, bajo la huella imborrable que nos dejó quien ahora disfruta de la presencia eterna de la Madre de los cielos.

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