El latido del corazón de la memoria
    
   
	    
	
    
        
    
    
        
          
		
    
        			        			        			        
    
    
    
	
	
        
        
        			        			        			        
        
                
        
        Ha llegado el pegajoso y dulzón mes de septiembre que nos
trae, en el desafío de cielos azules, el vertido de la melaza caliente que
produce calenturas insanas al amontonarse las ausencias. Viene engañando ante ese
ir y venir de las estaciones, sofocándonos en sus anocheceres tempranos. Ahora
verano, luego otoño. En este tránsito se deslizarán luces de tonos dorados y de
oro viejo, junto a malvas, púrpuras y rosas. Es la belleza que a veces se
camufla para darse ante los ojos del espectador que sabe admirarla.
Cae la tarde. Las lonas de la siesta que han cubierto el
tiovivo son retiradas. Todos se desperezan. Los caballitos del sube y baja,
preciosos alazanes, hermosos corceles traspasados por plateadas y artísticas
columnas salomónicas. También hay dos coches tirados por caballos blancos. Todo
está profusamente decorado y pintado de colores muy vivos, con espejos y
bombillas. Muchas bombillas. Ríen los niños sentados sobre las monturas por el
nerviosismo primerizo que les produce el rito del sube y baja. Delante del
campo donde está la Feria,
en el otro campo, que es todo uno, la gente entra y sale del templo para dar
gracias, porque la buena gente agradece más que pide.
Suena un largo silbido y se pone en marcha un latido
humano. Comienza el chucuchú de la maquinaria que produce el giro de los
cacharritos. Todos a la vez. Voladoras, coches de choque, la ola, las cunitas,
la noria, la tómbola, las casetas de tiro, los pony y el tren de los escobazos.
Animada atracción. Saludable y fervoroso delirio festivo, en la que hijos y
padres comparten viaje para intentar quitar la escoba a quien le da sobre
ellos. 
Los que fuimos niños volvemos a serlo, viendo otras
sonrisas en el giro acompasado, como el latido del corazón de la memoria, bajo
las agujas del tiovivo por el que el tiempo parece que no pasa. Sí, nos vemos
en esa vieja fotografía de Feria, que toma el color de ahora, al oír sus risas
montados en los cacharritos de estos tiempos. 
Hermosa, antigua y vieja foto que año tras año, dibuja en
sus rostros la vida y la historia de los feriantes. De la turronera en su
puesto, el de la fábrica de algodón dulce, el que voltea al pollo que sufre en
el tostadero, el de las patatas fritas y el coco fresco. El de la almendra garrapiñada,
el que hace los churros en el anafre… y el de la voz grave y ceremoniosa que
canta ¡Premio al 22! 
Al declinar la tarde, en la luz de aquel gozo, nos llegan
otras luces que visitarán en las primeras horas de la mañana, cuando la Feria se haya ido, los
patios y las aulas de los colegios. Porque llegan días que traerán olores a
colonia, a libros nuevos recién forrados, a gomas de borrar, a lápices de
colores, a cuadernos por estrenar. Sí, la luz de este meloso septiembre buscará
los flequillos recién peinados de los niños. La luz y el sol. El sol que
durante estos días se mostrará como un libro abierto. 
Volverán, vuelven, han vuelto los cuadernos, los estuches
por estrenar, los deberes, los horarios, la clase y los maestros. Todo bajo el
dictado que anuncia que en septiembre, la Feria, abrocha la última película que proyecta el
verano. 
        
        
    
       
            
    
        
        
	
    
                                                                                            	
                                        
                            
    
    
	
    
Ha llegado el pegajoso y dulzón mes de septiembre que nos trae, en el desafío de cielos azules, el vertido de la melaza caliente que produce calenturas insanas al amontonarse las ausencias. Viene engañando ante ese ir y venir de las estaciones, sofocándonos en sus anocheceres tempranos. Ahora verano, luego otoño. En este tránsito se deslizarán luces de tonos dorados y de oro viejo, junto a malvas, púrpuras y rosas. Es la belleza que a veces se camufla para darse ante los ojos del espectador que sabe admirarla.
Cae la tarde. Las lonas de la siesta que han cubierto el tiovivo son retiradas. Todos se desperezan. Los caballitos del sube y baja, preciosos alazanes, hermosos corceles traspasados por plateadas y artísticas columnas salomónicas. También hay dos coches tirados por caballos blancos. Todo está profusamente decorado y pintado de colores muy vivos, con espejos y bombillas. Muchas bombillas. Ríen los niños sentados sobre las monturas por el nerviosismo primerizo que les produce el rito del sube y baja. Delante del campo donde está la Feria, en el otro campo, que es todo uno, la gente entra y sale del templo para dar gracias, porque la buena gente agradece más que pide.
Suena un largo silbido y se pone en marcha un latido humano. Comienza el chucuchú de la maquinaria que produce el giro de los cacharritos. Todos a la vez. Voladoras, coches de choque, la ola, las cunitas, la noria, la tómbola, las casetas de tiro, los pony y el tren de los escobazos. Animada atracción. Saludable y fervoroso delirio festivo, en la que hijos y padres comparten viaje para intentar quitar la escoba a quien le da sobre ellos.
Los que fuimos niños volvemos a serlo, viendo otras sonrisas en el giro acompasado, como el latido del corazón de la memoria, bajo las agujas del tiovivo por el que el tiempo parece que no pasa. Sí, nos vemos en esa vieja fotografía de Feria, que toma el color de ahora, al oír sus risas montados en los cacharritos de estos tiempos.
Hermosa, antigua y vieja foto que año tras año, dibuja en sus rostros la vida y la historia de los feriantes. De la turronera en su puesto, el de la fábrica de algodón dulce, el que voltea al pollo que sufre en el tostadero, el de las patatas fritas y el coco fresco. El de la almendra garrapiñada, el que hace los churros en el anafre… y el de la voz grave y ceremoniosa que canta ¡Premio al 22!
Al declinar la tarde, en la luz de aquel gozo, nos llegan otras luces que visitarán en las primeras horas de la mañana, cuando la Feria se haya ido, los patios y las aulas de los colegios. Porque llegan días que traerán olores a colonia, a libros nuevos recién forrados, a gomas de borrar, a lápices de colores, a cuadernos por estrenar. Sí, la luz de este meloso septiembre buscará los flequillos recién peinados de los niños. La luz y el sol. El sol que durante estos días se mostrará como un libro abierto.
Volverán, vuelven, han vuelto los cuadernos, los estuches por estrenar, los deberes, los horarios, la clase y los maestros. Todo bajo el dictado que anuncia que en septiembre, la Feria, abrocha la última película que proyecta el verano.





















                    
                    
                    
                    
                    