Por la sonrisa de un adolescente
Me encuentro un día de estos a una amiga que
trabaja como
orientadora de un Instituto de Enseñanza
Secundaria. En la conversación me va
calando una tristeza de fondo. Le
pregunto qué le pasa y responde: “Pues, mira, llevo varios días
atendiendo en
el centro a alumnos con unos problemas terribles, unas historias
descorazonadoras. No me acabo de acostumbrar al sufrimiento de los
adolescentes”. No me da detalles, pero
todos sabemos a qué se refiere. Sus palabras me caen encima como una
losa. Yo tengo especial simpatía por los chicos y
chicas que viven la edad del pavo, a pesar de su “leyenda negra”: son
retadores, imaginativos, exagerados, sorprendentes, sensibles, valientes, extremistas, justicieros, curiosos, idealistas, juegan a
ser independientes, libres de espíritu, apasionados, únicos. ¡Quieren
cambiar el mundo, ponerlo todo patas
arriba!. Son geniales.
Pero, desgraciadamente, muchos de esos adolescentes de
nuestro entorno, algunos de esos que nos cruzamos por la calle, con su natural
desparpajo, viven en un ambiente totalmente hostil. Chavales que soportan en sus casas los estragos del
desempleo, sufriendo día a día cómo en su hogar falta lo más básico, como la comida o las
prendas de vestir. Y muchas veces sin esperanza de una solución medianamente
digna. Otros que ven cómo su familia se desintegra de la noche
a la mañana con la separación de sus padres lo que, en muchos casos (no en
todos), les lleva a ellos a una vida más
triste, más solitaria, más crispada. Y
podemos seguir nombrando situaciones de abusos, de violencia, de enfermedades,
de desamparo…
Es verdad que cada edad tiene lo suyo. Pero ante
las situaciones como estas,
auténticas tragedias cotidianas, los adolescentes me llegan al corazón
especialmente. Porque ya no tienen su
mundo infantil inconsciente en el que refugiarse, ni tampoco la
autonomía de los jóvenes, que en un momento
dado, pueden dar el salto y buscarse solos la vida. El adolescente se
queda atrapado en la
desventura, con la madurez suficiente para saber y calibrar todo lo que
está
pasando a su alrededor, pero sin la capacidad de buscar una realidad más
amable. Y todo se lo traga, pero tarda en digerirlo toda la vida. Estos
chicos
y chicas necesitan más que nunca una mano firme que les guíe y unas
palabras
amables que les acompañen. Eso no es cuestión de dinero y no tiene nada
que ver con la ruptura
de las parejas. Los adolescentes, con
alma de niños y cuerpos de hombres y mujeres no pueden ser el saco de
boxeo
donde se desahogan todos los problemas,
ni tampoco un barco que se
abandona a su suerte. Todo lo contrario, hay que apoyarles más que
nunca. Si tras esta reflexión hay una sola persona que mire con más
comprensión a algún
adolescente de su entorno y consigue sacarle una sonrisa sincera,
entonces este
artículo habrá merecido la pena.
Me encuentro un día de estos a una amiga que trabaja como orientadora de un Instituto de Enseñanza Secundaria. En la conversación me va calando una tristeza de fondo. Le pregunto qué le pasa y responde: “Pues, mira, llevo varios días atendiendo en el centro a alumnos con unos problemas terribles, unas historias descorazonadoras. No me acabo de acostumbrar al sufrimiento de los adolescentes”. No me da detalles, pero todos sabemos a qué se refiere. Sus palabras me caen encima como una losa. Yo tengo especial simpatía por los chicos y chicas que viven la edad del pavo, a pesar de su “leyenda negra”: son retadores, imaginativos, exagerados, sorprendentes, sensibles, valientes, extremistas, justicieros, curiosos, idealistas, juegan a ser independientes, libres de espíritu, apasionados, únicos. ¡Quieren cambiar el mundo, ponerlo todo patas arriba!. Son geniales.
Pero, desgraciadamente, muchos de esos adolescentes de nuestro entorno, algunos de esos que nos cruzamos por la calle, con su natural desparpajo, viven en un ambiente totalmente hostil. Chavales que soportan en sus casas los estragos del desempleo, sufriendo día a día cómo en su hogar falta lo más básico, como la comida o las prendas de vestir. Y muchas veces sin esperanza de una solución medianamente digna. Otros que ven cómo su familia se desintegra de la noche a la mañana con la separación de sus padres lo que, en muchos casos (no en todos), les lleva a ellos a una vida más triste, más solitaria, más crispada. Y podemos seguir nombrando situaciones de abusos, de violencia, de enfermedades, de desamparo…
Es verdad que cada edad tiene lo suyo. Pero ante las situaciones como estas, auténticas tragedias cotidianas, los adolescentes me llegan al corazón especialmente. Porque ya no tienen su mundo infantil inconsciente en el que refugiarse, ni tampoco la autonomía de los jóvenes, que en un momento dado, pueden dar el salto y buscarse solos la vida. El adolescente se queda atrapado en la desventura, con la madurez suficiente para saber y calibrar todo lo que está pasando a su alrededor, pero sin la capacidad de buscar una realidad más amable. Y todo se lo traga, pero tarda en digerirlo toda la vida. Estos chicos y chicas necesitan más que nunca una mano firme que les guíe y unas palabras amables que les acompañen. Eso no es cuestión de dinero y no tiene nada que ver con la ruptura de las parejas. Los adolescentes, con alma de niños y cuerpos de hombres y mujeres no pueden ser el saco de boxeo donde se desahogan todos los problemas, ni tampoco un barco que se abandona a su suerte. Todo lo contrario, hay que apoyarles más que nunca. Si tras esta reflexión hay una sola persona que mire con más comprensión a algún adolescente de su entorno y consigue sacarle una sonrisa sincera, entonces este artículo habrá merecido la pena.