La pedrada
Las campanas saludaban en aquellas
primeras horas llamando a los oficios. Ante la tarde del Jueves Santo, el paso
implacable del tiempo nos sumía en la inmensidad de un templo que casi todo lo
abarcaba. Los paños limpios, blancos, almidonados, bien planchados. El rojo de
los pétalos, la luz, el olor de la cera y el incienso. Todo al mismo tiempo
fundiéndose bajo la música íntima que sacaba doña Rafaela del viejo armonium,
acompañando aquel rito antiguo, clásico y solemne de la liturgia que nos
empapaba en el misterio. La víctima consagrada, el cordero llevado con
mansedumbre, se adentraba bajo el reflejo de lo más profundo en el sagrario.
Silencio, paz y emoción, que en la
fugacidad de los días se veían perturbados por el golpe seco de la matraca,
despertándonos así de nuestras tristezas. Avanza el Jueves Santo. Las toallas
dobladas, el jarro vacío. Valiente el gesto ¿Lavarme a mí los pies? Por amor
todo se ofrece, nada se impone. ¿Quién como Tú, para librar al débil del más fuerte,
al pobre de quien lo expolia? ¿Quién como Tú? ¿Quién igual a Ti? ¿Quién podrá
ser comparado contigo? Nadie ante Ti puede engreírse, ufanarse y alzarse,
porque los que nunca serán reconocidos, serán los más amados, porque los
elegidos son los locos para humillar a los que más saben, los débiles para
doblegar a los poderosos, los vulgares, los desprestigiados, los que no son
nada, para doblegar a los que son algo. La nostalgia y el tiempo se
reencuentran devolviéndonos aquella voz desentonada de la tarde del Jueves
Santo “sanguinisque pretiosi, quem in
mundi prétium”. Como una emoción antigua, el pasado empapa al presente,
amasando el tiempo sin pretender forzarlo.
Hay revuelo de chiquillería en la
plazuela, empujones, algarabía, anarquía en las filas… Se abren las puertas, se
contraen los rostros, aparece Jesús Nazareno. Tiene el nombre exacto, porque
con su presencia funda el sentido del tiempo que inaugura. Impresionante su
figura, tan herido, visibles los signos del castigo. Avanza dando lecciones. Su
mirada nos convoca a la fiesta sagrada, al sudor de sangre entre los olivos; al
prendimiento bajo la luz de las antorchas, los tribunales, los mantos púrpuras
y las coronas de espinas.
Vuelan los recuerdos de la
infancia traspasando la memoria. Sentimiento renovado ante el gozo de la
república de la esperanza. La cara de niño se enrojece. El Nazareno va al
límite de sus fuerzas y no ha hecho más que salir. Pesan sobre él, las burlas,
el castigo, las espinas y la cruz con la que carga. Nuestra carne es como la
suya, porque es uno de nosotros. Hoy digo que sus sufrimientos son los
nuestros, los que padecemos y los que causamos.
Largas filas de niños. El dedo de
San Juan, la angustia de María Magdalena y el lento caminar del Nazareno. Los
“altramuces”, como así nos llamaban, éramos ajenos al riguroso silencio y orden
que nos imponían, éramos niños. Golpea la memoria aquel ritual de entrar y
salir las imágenes por las dos puertas del convento de las clarisas. Allí,
debajo del coro, en la agonía de la luz, ante la ternura de su mirada, ante la
condición divina y humana del Nazareno, saltaban por la proximidad de la
escuela del maestro Julián, los versos de Gabriel y Galán “La pedrada”… el
Nazareno de la túnica morada, con la frente ensangrentada… de Judas y unos tíos
que mataron al Dios bueno… la cara de aquel sayón inhumano con el látigo en la
mano… y el niño que le zumbó a aquel infame una pedrada ¡Porque sí; porque le
pegan sin ningún motivo! Ahora, cuando con los hombres voy, como el poeta me
interrogo, viendo a Jesús Nazareno padecer ¿Somos los hombres de hoy aquellos
niños de ayer?
Las campanas saludaban en aquellas
primeras horas llamando a los oficios. Ante la tarde del Jueves Santo, el paso
implacable del tiempo nos sumía en la inmensidad de un templo que casi todo lo
abarcaba. Los paños limpios, blancos, almidonados, bien planchados. El rojo de
los pétalos, la luz, el olor de la cera y el incienso. Todo al mismo tiempo
fundiéndose bajo la música íntima que sacaba doña Rafaela del viejo armonium,
acompañando aquel rito antiguo, clásico y solemne de la liturgia que nos
empapaba en el misterio. La víctima consagrada, el cordero llevado con
mansedumbre, se adentraba bajo el reflejo de lo más profundo en el sagrario.
Silencio, paz y emoción, que en la
fugacidad de los días se veían perturbados por el golpe seco de la matraca,
despertándonos así de nuestras tristezas. Avanza el Jueves Santo. Las toallas
dobladas, el jarro vacío. Valiente el gesto ¿Lavarme a mí los pies? Por amor
todo se ofrece, nada se impone. ¿Quién como Tú, para librar al débil del más fuerte,
al pobre de quien lo expolia? ¿Quién como Tú? ¿Quién igual a Ti? ¿Quién podrá
ser comparado contigo? Nadie ante Ti puede engreírse, ufanarse y alzarse,
porque los que nunca serán reconocidos, serán los más amados, porque los
elegidos son los locos para humillar a los que más saben, los débiles para
doblegar a los poderosos, los vulgares, los desprestigiados, los que no son
nada, para doblegar a los que son algo. La nostalgia y el tiempo se
reencuentran devolviéndonos aquella voz desentonada de la tarde del Jueves
Santo “sanguinisque pretiosi, quem in
mundi prétium”. Como una emoción antigua, el pasado empapa al presente,
amasando el tiempo sin pretender forzarlo.
Hay revuelo de chiquillería en la
plazuela, empujones, algarabía, anarquía en las filas… Se abren las puertas, se
contraen los rostros, aparece Jesús Nazareno. Tiene el nombre exacto, porque
con su presencia funda el sentido del tiempo que inaugura. Impresionante su
figura, tan herido, visibles los signos del castigo. Avanza dando lecciones. Su
mirada nos convoca a la fiesta sagrada, al sudor de sangre entre los olivos; al
prendimiento bajo la luz de las antorchas, los tribunales, los mantos púrpuras
y las coronas de espinas.
Vuelan los recuerdos de la
infancia traspasando la memoria. Sentimiento renovado ante el gozo de la
república de la esperanza. La cara de niño se enrojece. El Nazareno va al
límite de sus fuerzas y no ha hecho más que salir. Pesan sobre él, las burlas,
el castigo, las espinas y la cruz con la que carga. Nuestra carne es como la
suya, porque es uno de nosotros. Hoy digo que sus sufrimientos son los
nuestros, los que padecemos y los que causamos.
Largas filas de niños. El dedo de
San Juan, la angustia de María Magdalena y el lento caminar del Nazareno. Los
“altramuces”, como así nos llamaban, éramos ajenos al riguroso silencio y orden
que nos imponían, éramos niños. Golpea la memoria aquel ritual de entrar y
salir las imágenes por las dos puertas del convento de las clarisas. Allí,
debajo del coro, en la agonía de la luz, ante la ternura de su mirada, ante la
condición divina y humana del Nazareno, saltaban por la proximidad de la
escuela del maestro Julián, los versos de Gabriel y Galán “La pedrada”… el
Nazareno de la túnica morada, con la frente ensangrentada… de Judas y unos tíos
que mataron al Dios bueno… la cara de aquel sayón inhumano con el látigo en la
mano… y el niño que le zumbó a aquel infame una pedrada ¡Porque sí; porque le
pegan sin ningún motivo! Ahora, cuando con los hombres voy, como el poeta me
interrogo, viendo a Jesús Nazareno padecer ¿Somos los hombres de hoy aquellos
niños de ayer?