El número de la cabra
La fugacidad del tiempo ha dejado atrás el hilo consumido
por las puntadas de un año que se nos ha ido. Ahora acabamos de enhebrar uno
nuevo que irá cosiendo los días que se nos vienen y los quehaceres que los
acogen. Alegría y gozo, dolor y tristeza forman el conglomerado que nos pregona
la vida, sus sabores y sus sinsentidos; parece que siempre es igual, pero
ciertamente nunca es lo mismo.
Infancia, adolescencia, juventud, madurez y vejez labrarán
afanes, ausencias, ilusiones, melancolías y nostalgias bajo el rito que
proclama el memorial del nacer-vivir-morir que somos. Cuando apenas hemos
pasado un par de hojas de la agenda nos damos cuenta que otra vez, nuevamente,
se nos van yendo los días.
El año que hemos estrenado quiere enfilarnos duramente
según diagnósticos, vaticinios y previsiones. Viene con muy malas intenciones.
Desconcierto, perplejidad, confusión, incredulidad, asombro, ignorancia y
estupor fueron terminologías empleadas a lo largo de la crisis del año al que
acabamos de darle puerta. Ahora, en éste al que se la hemos abierto, nos llegan
tiempos de intervencionismo, rescate, recesión y deflación. Pero sobre todo un
grueso pelotón de desempleados apuntados al discreto y dulce oficio de mirar,
que crea y esculpe el verso gongorino.
Son malos tiempos. Tiempos muy duros.
En la austeridad ya iniciada se hace necesario el retorno
a muchas de aquellas cosas viejas, olvidadas, antiguas y hermosas que nos
devuelvan la ilusión por superar lo que ahora empaña, amarga y asfixia nuestros
quehaceres. Sabores, olores y sonidos que traen la feliz memoria de aquella
nuestra apretada infancia. ¿Recordáis el sabor de un tomate con sal, un
canterón de pan con aceite, una sopa regada, unas coles, y un cocido con todos
sus avíos? Sabores y olores de una cocina hecha con imaginación, con paciencia
y lustre para darle, por medio del ingenio, una espantada a los calambres que
siempre produce y cercena el hambre en la oficina del estómago. Sabores y
olores que vienen y llegan, que traspasan y transcienden. Olores a ropa recién
planchada, a jabón Maderas de Oriente entre la ropa guardada en el cajón del
ropero. Olor a esparto, a especias, a café y a pan recién hecho. Olor a
carbonilla del tren que corría que se las pelaba, a carburo, a cuero en la
guarnicionería y a tocino de veta. Olor a vino de la taberna. Olor a sudor y
trabajo. Olores a la esencia hermosa en el olor de los pasillos de la memoria.
También los sonidos esculpieron el remanso de aquellos
años que ahora parecen traspasar la melancolía. Suena a cepillo de limpiabotas,
a máquina de escribir antigua, a campanadas de reloj de pared, a coplas con voz
de pasión y sentimiento desde la radio Telefunken. Y a sonidos que pregonaban
memoria, corazón y garganta del hambre por entonces instalada.
En medio de aquellos días llegaban los húngaros, los
titiriteros, con sus carromatos, pequeños circos desmontables, sus perros, los
monos y las cabras, recorriendo los pueblos. A veces nos metían el miedo y el
canguelo en el cuerpo diciéndonos que aquella gente eran los “sacamantecas” y
“tíos del saco”. Pero aquello siempre fue un acontecimiento festivo.
Allí, en las cuatro esquinas, aparecía un gitano sacando
de una trompeta un pasodoble, mientras una
gitana desplegaba una escalera. Una perra y una mona azuzadas por una vara
bailaban sosteniéndose por las patas traseras. Y una pacífica cabra subía de
peldaño en peldaño hasta llegar al último, en el que apoyada por sus cuatro
patas hacía el equilibrio final, bajo el emocionado redoble de un tambor ¡La
cabra ya está en lo alto! Instante que aprovechaba una gitanita para pasar una
cesta de mimbre entre el público y cuántos estaban asomados desde ventanas y
balcones. ¡El número de la cabra! Honrado y divertido oficio de ganarse la
vida, y no el de tantos cabrones que en estos tiempos tan duros despilfarran
con las cabronadas que se traen por la mamandurria que trincan de la gutibamba.
La fugacidad del tiempo ha dejado atrás el hilo consumido
por las puntadas de un año que se nos ha ido. Ahora acabamos de enhebrar uno
nuevo que irá cosiendo los días que se nos vienen y los quehaceres que los
acogen. Alegría y gozo, dolor y tristeza forman el conglomerado que nos pregona
la vida, sus sabores y sus sinsentidos; parece que siempre es igual, pero
ciertamente nunca es lo mismo.
Infancia, adolescencia, juventud, madurez y vejez labrarán
afanes, ausencias, ilusiones, melancolías y nostalgias bajo el rito que
proclama el memorial del nacer-vivir-morir que somos. Cuando apenas hemos
pasado un par de hojas de la agenda nos damos cuenta que otra vez, nuevamente,
se nos van yendo los días.
El año que hemos estrenado quiere enfilarnos duramente
según diagnósticos, vaticinios y previsiones. Viene con muy malas intenciones.
Desconcierto, perplejidad, confusión, incredulidad, asombro, ignorancia y
estupor fueron terminologías empleadas a lo largo de la crisis del año al que
acabamos de darle puerta. Ahora, en éste al que se la hemos abierto, nos llegan
tiempos de intervencionismo, rescate, recesión y deflación. Pero sobre todo un
grueso pelotón de desempleados apuntados al discreto y dulce oficio de mirar,
que crea y esculpe el verso gongorino.
Son malos tiempos. Tiempos muy duros.
En la austeridad ya iniciada se hace necesario el retorno
a muchas de aquellas cosas viejas, olvidadas, antiguas y hermosas que nos
devuelvan la ilusión por superar lo que ahora empaña, amarga y asfixia nuestros
quehaceres. Sabores, olores y sonidos que traen la feliz memoria de aquella
nuestra apretada infancia. ¿Recordáis el sabor de un tomate con sal, un
canterón de pan con aceite, una sopa regada, unas coles, y un cocido con todos
sus avíos? Sabores y olores de una cocina hecha con imaginación, con paciencia
y lustre para darle, por medio del ingenio, una espantada a los calambres que
siempre produce y cercena el hambre en la oficina del estómago. Sabores y
olores que vienen y llegan, que traspasan y transcienden. Olores a ropa recién
planchada, a jabón Maderas de Oriente entre la ropa guardada en el cajón del
ropero. Olor a esparto, a especias, a café y a pan recién hecho. Olor a
carbonilla del tren que corría que se las pelaba, a carburo, a cuero en la
guarnicionería y a tocino de veta. Olor a vino de la taberna. Olor a sudor y
trabajo. Olores a la esencia hermosa en el olor de los pasillos de la memoria.
También los sonidos esculpieron el remanso de aquellos
años que ahora parecen traspasar la melancolía. Suena a cepillo de limpiabotas,
a máquina de escribir antigua, a campanadas de reloj de pared, a coplas con voz
de pasión y sentimiento desde la radio Telefunken. Y a sonidos que pregonaban
memoria, corazón y garganta del hambre por entonces instalada.
En medio de aquellos días llegaban los húngaros, los
titiriteros, con sus carromatos, pequeños circos desmontables, sus perros, los
monos y las cabras, recorriendo los pueblos. A veces nos metían el miedo y el
canguelo en el cuerpo diciéndonos que aquella gente eran los “sacamantecas” y
“tíos del saco”. Pero aquello siempre fue un acontecimiento festivo.
Allí, en las cuatro esquinas, aparecía un gitano sacando
de una trompeta un pasodoble, mientras una
gitana desplegaba una escalera. Una perra y una mona azuzadas por una vara
bailaban sosteniéndose por las patas traseras. Y una pacífica cabra subía de
peldaño en peldaño hasta llegar al último, en el que apoyada por sus cuatro
patas hacía el equilibrio final, bajo el emocionado redoble de un tambor ¡La
cabra ya está en lo alto! Instante que aprovechaba una gitanita para pasar una
cesta de mimbre entre el público y cuántos estaban asomados desde ventanas y
balcones. ¡El número de la cabra! Honrado y divertido oficio de ganarse la
vida, y no el de tantos cabrones que en estos tiempos tan duros despilfarran
con las cabronadas que se traen por la mamandurria que trincan de la gutibamba.