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Manuel García Cienfuegos
Sábado, 03 de Enero de 2009

El número de la cabra

La fugacidad del tiempo ha dejado atrás el hilo consumido por las puntadas de un año que se nos ha ido. Ahora acabamos de enhebrar uno nuevo que irá cosiendo los días que se nos vienen y los quehaceres que los acogen. Alegría y gozo, dolor y tristeza forman el conglomerado que nos pregona la vida, sus sabores y sus sinsentidos; parece que siempre es igual, pero ciertamente nunca es lo mismo.

Infancia, adolescencia, juventud, madurez y vejez labrarán afanes, ausencias, ilusiones, melancolías y nostalgias bajo el rito que proclama el memorial del nacer-vivir-morir que somos. Cuando apenas hemos pasado un par de hojas de la agenda nos damos cuenta que otra vez, nuevamente, se nos van yendo los días.

El año que hemos estrenado quiere enfilarnos duramente según diagnósticos, vaticinios y previsiones. Viene con muy malas intenciones. Desconcierto, perplejidad, confusión, incredulidad, asombro, ignorancia y estupor fueron terminologías empleadas a lo largo de la crisis del año al que acabamos de darle puerta. Ahora, en éste al que se la hemos abierto, nos llegan tiempos de intervencionismo, rescate, recesión y deflación. Pero sobre todo un grueso pelotón de desempleados apuntados al discreto y dulce oficio de mirar, que crea y esculpe  el verso gongorino. Son malos tiempos. Tiempos muy duros.

En la austeridad ya iniciada se hace necesario el retorno a muchas de aquellas cosas viejas, olvidadas, antiguas y hermosas que nos devuelvan la ilusión por superar lo que ahora empaña, amarga y asfixia nuestros quehaceres. Sabores, olores y sonidos que traen la feliz memoria de aquella nuestra apretada infancia. ¿Recordáis el sabor de un tomate con sal, un canterón de pan con aceite, una sopa regada, unas coles, y un cocido con todos sus avíos? Sabores y olores de una cocina hecha con imaginación, con paciencia y lustre para darle, por medio del ingenio, una espantada a los calambres que siempre produce y cercena el hambre en la oficina del estómago. Sabores y olores que vienen y llegan, que traspasan y transcienden. Olores a ropa recién planchada, a jabón Maderas de Oriente entre la ropa guardada en el cajón del ropero. Olor a esparto, a especias, a café y a pan recién hecho. Olor a carbonilla del tren que corría que se las pelaba, a carburo, a cuero en la guarnicionería y a tocino de veta. Olor a vino de la taberna. Olor a sudor y trabajo. Olores a la esencia hermosa en el olor de los pasillos de la memoria.

También los sonidos esculpieron el remanso de aquellos años que ahora parecen traspasar la melancolía. Suena a cepillo de limpiabotas, a máquina de escribir antigua, a campanadas de reloj de pared, a coplas con voz de pasión y sentimiento desde la radio Telefunken. Y a sonidos que pregonaban memoria, corazón y garganta del hambre por entonces instalada.

En medio de aquellos días llegaban los húngaros, los titiriteros, con sus carromatos, pequeños circos desmontables, sus perros, los monos y las cabras, recorriendo los pueblos. A veces nos metían el miedo y el canguelo en el cuerpo diciéndonos que aquella gente eran los “sacamantecas” y “tíos del saco”. Pero aquello siempre fue un acontecimiento festivo.

Allí, en las cuatro esquinas, aparecía un gitano sacando de una trompeta un pasodoble, mientras una gitana desplegaba una escalera. Una perra y una mona azuzadas por una vara bailaban sosteniéndose por las patas traseras. Y una pacífica cabra subía de peldaño en peldaño hasta llegar al último, en el que apoyada por sus cuatro patas hacía el equilibrio final, bajo el emocionado redoble de un tambor ¡La cabra ya está en lo alto! Instante que aprovechaba una gitanita para pasar una cesta de mimbre entre el público y cuántos estaban asomados desde ventanas y balcones. ¡El número de la cabra! Honrado y divertido oficio de ganarse la vida, y no el de tantos cabrones que en estos tiempos tan duros despilfarran con las cabronadas que se traen por la mamandurria que trincan de la gutibamba.

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