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Manuel García Cienfuegos
Sábado, 04 de Abril de 2009

Los clicks de Playmobil

Todo pasa muy deprisa. La Cuaresma llega a su final. La fugacidad del tiempo ha traspasado los cuarenta días que median desde el miércoles de Ceniza al domingo de Ramos. Parece que antes, hace ya años, todo era más largo, más lento. Ahora todo corre y se escapa con mucha prisa dejando las partituras en el horizonte de la vida.

La ceniza y los ramos. La ceniza nos taladra y prepara para la suprema representación de la muerte como sacrificio. La muerte de Cristo. Una muerte que pregona y proclama que la victoria de la esperanza y de la fe es el camino. Los ramos, sin embargo, traen sonidos de tambores. Preludio del gozo que llega deteniendo el tiempo en la vara de olivo, en la palma atada a la reja oxidada de un balcón por el triunfo del que viene y trae tantas esperanzas. Algunos ramos serán guardados en el secreto oculto del patio del convento para que allí, dentro de un año, el fuego convierta las aclamaciones y los hosannas en polvo y ceniza, recordándonos, bajo el rito, que los últimos llegarán a ser los primeros; que de nada sirven las ambiciones ni los éxitos, pretenciosa y absurda parafernalia de este mundo, porque todo es efímero, y la gloria solo se alcanza cuando nos hayamos ido.

Allí, en la oquedad de la puerta norte de la iglesia, hoy tapada, estaban Él y ella. ¿Te acuerdas? Una sonrisa nerviosa y alegre para decir, “Más, más, más… la burrita, el Señor”. Y te descorría aquella cortina encarnada. “¡No está! ¡La burrita no está!” Y preguntabas “¿Se ha dormido?” Y al llegar el Domingo de Ramos y verla en lo alto del paso casi te escapabas de mis brazos para llegar hasta ella “¡La burrita y el Señor!”, pidiéndole “¡Ven, ven, ven…!”.

Después llegaste tú, inquieto, revuelto, nervioso y travieso. ¿Recuerdas aquella voz tuya imitando al capataz? Sí, allí, sentado en el suelo, frente a la puerta baja del armario de la salita, mandando con autoridad, habilidad, destreza y suma paciencia el paso. Las manos, tus manos de niño, dieron forma a una caja de zapatos, convirtiéndola en un portentoso y elegante paso de misterio, al que dabas vida con imaginación por medio de las figuras de los clicks de Playmobil. Fuiste tú entonces, siendo un niño, el que curtiste mis emociones y ahora exaltas mi nostalgia al evocar aquel juego hermoso.

Dicen que fueron treinta monedas de plata. Y desde aquel momento no paró hasta encontrar una ocasión propicia para entregarlo. ¿Cuál fue el motivo que llevó al traidor a tomar esa actitud? Desde pequeño me resultó difícil entender lo que pudo pasarle por la cabeza a Judas Iscariote para llevar a su amigo y maestro ante el Sanedrín. Con los años el entendimiento ha ido viendo la luz, mostrándome hasta dónde, de qué manera y cuánto es capaz de emponzoñar la mente humana.

Culmina y muere el Viernes Santo, atrás queda la traición, el beso, la humillación, la mofa, el juicio, la condena y la muerte. Atrás, perdido y olvidado, queda también el oficio antiguo de tinieblas recorriendo la Pasión entera del Señor “Tenebrae factae sunt” (se hizo la oscuridad) señalada por el aupado tenebrario que fijaba, bajo los golpes de la matraca, las miradas hacia el único cirio que permanecía encendido, representando así el trance de la muerte a la vida de Cristo.

Entonces, ante tanto desvarío producido, aún cabía un hueco para correr junto a aquella otra criatura que nos amó, en el amor al Hijo, hasta el extremo. “Stabat Mater dolorosa/ iuxta crucem lacrimosa” (La Madre piadosa estaba/junto a la cruz y lloraba). Valiente el gesto que congrega a la mujer junto a la Madre en Soledad formando concurrido, enternecedor y solidario cortejo. Para en el silencio escuchar ante la Madre el lamento esperanzador  por el rezo hecho cante de una saeta saliendo de una garganta “Virgen de la Soledad/no tengas pena ninguna/que tu hijo resucita/entre las doce y la una”. Esta es la Semana Santa que me enseñaron los míos.

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