Los clicks de Playmobil
Todo pasa muy deprisa. La Cuaresma llega a su final. La
fugacidad del tiempo ha traspasado los cuarenta días que median desde el
miércoles de Ceniza al domingo de Ramos. Parece que antes, hace ya años, todo
era más largo, más lento. Ahora todo corre y se escapa con mucha prisa dejando
las partituras en el horizonte de la vida.
La ceniza y los ramos. La ceniza nos taladra y prepara
para la suprema representación de la muerte como sacrificio. La muerte de
Cristo. Una muerte que pregona y proclama que la victoria de la esperanza y de
la fe es el camino. Los ramos, sin embargo, traen sonidos de tambores. Preludio
del gozo que llega deteniendo el tiempo en la vara de olivo, en la palma atada
a la reja oxidada de un balcón por el triunfo del que viene y trae tantas
esperanzas. Algunos ramos serán guardados en el secreto oculto del patio del
convento para que allí, dentro de un año, el fuego convierta las aclamaciones y
los hosannas en polvo y ceniza, recordándonos, bajo el rito, que los últimos
llegarán a ser los primeros; que de nada sirven las ambiciones ni los éxitos,
pretenciosa y absurda parafernalia de este mundo, porque todo es efímero, y la
gloria solo se alcanza cuando nos hayamos ido.
Allí, en la oquedad de la puerta norte de la iglesia, hoy
tapada, estaban Él y ella. ¿Te acuerdas? Una sonrisa nerviosa y alegre para
decir, “Más, más, más… la burrita, el Señor”. Y te descorría aquella cortina
encarnada. “¡No está! ¡La burrita no está!” Y preguntabas “¿Se ha dormido?” Y
al llegar el Domingo de Ramos y verla en lo alto del paso casi te escapabas de
mis brazos para llegar hasta ella “¡La burrita y el Señor!”, pidiéndole “¡Ven,
ven, ven…!”.
Después llegaste tú, inquieto, revuelto, nervioso y
travieso. ¿Recuerdas aquella voz tuya imitando al capataz? Sí, allí, sentado en
el suelo, frente a la puerta baja del armario de la salita, mandando con
autoridad, habilidad, destreza y suma paciencia el paso. Las manos, tus manos
de niño, dieron forma a una caja de zapatos, convirtiéndola en un portentoso y
elegante paso de misterio, al que dabas vida con imaginación por medio de las
figuras de los clicks de Playmobil. Fuiste tú entonces, siendo un niño, el que
curtiste mis emociones y ahora exaltas mi nostalgia al evocar aquel juego
hermoso.
Dicen que fueron treinta monedas de plata. Y desde aquel
momento no paró hasta encontrar una ocasión propicia para entregarlo. ¿Cuál fue
el motivo que llevó al traidor a tomar esa actitud? Desde pequeño me resultó
difícil entender lo que pudo pasarle por la cabeza a Judas Iscariote para
llevar a su amigo y maestro ante el Sanedrín. Con los años el entendimiento ha
ido viendo la luz, mostrándome hasta dónde, de qué manera y cuánto es capaz de
emponzoñar la mente humana.
Culmina y muere el Viernes Santo, atrás queda la traición,
el beso, la humillación, la mofa, el juicio, la condena y la muerte. Atrás,
perdido y olvidado, queda también el oficio antiguo de tinieblas recorriendo la
Pasión entera del Señor “Tenebrae factae sunt” (se hizo la oscuridad) señalada
por el aupado tenebrario que fijaba, bajo los golpes de la matraca, las miradas
hacia el único cirio que permanecía encendido, representando así el trance de
la muerte a la vida de Cristo.
Entonces, ante tanto desvarío producido, aún cabía un hueco
para correr junto a aquella otra criatura que nos amó, en el amor al Hijo,
hasta el extremo. “Stabat Mater dolorosa/ iuxta crucem lacrimosa” (La Madre
piadosa estaba/junto a la cruz y lloraba). Valiente el gesto que congrega a la
mujer junto a la Madre en Soledad formando concurrido, enternecedor y solidario
cortejo. Para en el silencio escuchar ante la Madre el lamento
esperanzador por el rezo hecho cante de
una saeta saliendo de una garganta “Virgen de la Soledad/no tengas pena
ninguna/que tu hijo resucita/entre las doce y la una”. Esta es la Semana Santa
que me enseñaron los míos.
Todo pasa muy deprisa. La Cuaresma llega a su final. La
fugacidad del tiempo ha traspasado los cuarenta días que median desde el
miércoles de Ceniza al domingo de Ramos. Parece que antes, hace ya años, todo
era más largo, más lento. Ahora todo corre y se escapa con mucha prisa dejando
las partituras en el horizonte de la vida.
La ceniza y los ramos. La ceniza nos taladra y prepara
para la suprema representación de la muerte como sacrificio. La muerte de
Cristo. Una muerte que pregona y proclama que la victoria de la esperanza y de
la fe es el camino. Los ramos, sin embargo, traen sonidos de tambores. Preludio
del gozo que llega deteniendo el tiempo en la vara de olivo, en la palma atada
a la reja oxidada de un balcón por el triunfo del que viene y trae tantas
esperanzas. Algunos ramos serán guardados en el secreto oculto del patio del
convento para que allí, dentro de un año, el fuego convierta las aclamaciones y
los hosannas en polvo y ceniza, recordándonos, bajo el rito, que los últimos
llegarán a ser los primeros; que de nada sirven las ambiciones ni los éxitos,
pretenciosa y absurda parafernalia de este mundo, porque todo es efímero, y la
gloria solo se alcanza cuando nos hayamos ido.
Allí, en la oquedad de la puerta norte de la iglesia, hoy
tapada, estaban Él y ella. ¿Te acuerdas? Una sonrisa nerviosa y alegre para
decir, “Más, más, más… la burrita, el Señor”. Y te descorría aquella cortina
encarnada. “¡No está! ¡La burrita no está!” Y preguntabas “¿Se ha dormido?” Y
al llegar el Domingo de Ramos y verla en lo alto del paso casi te escapabas de
mis brazos para llegar hasta ella “¡La burrita y el Señor!”, pidiéndole “¡Ven,
ven, ven…!”.
Después llegaste tú, inquieto, revuelto, nervioso y
travieso. ¿Recuerdas aquella voz tuya imitando al capataz? Sí, allí, sentado en
el suelo, frente a la puerta baja del armario de la salita, mandando con
autoridad, habilidad, destreza y suma paciencia el paso. Las manos, tus manos
de niño, dieron forma a una caja de zapatos, convirtiéndola en un portentoso y
elegante paso de misterio, al que dabas vida con imaginación por medio de las
figuras de los clicks de Playmobil. Fuiste tú entonces, siendo un niño, el que
curtiste mis emociones y ahora exaltas mi nostalgia al evocar aquel juego
hermoso.
Dicen que fueron treinta monedas de plata. Y desde aquel
momento no paró hasta encontrar una ocasión propicia para entregarlo. ¿Cuál fue
el motivo que llevó al traidor a tomar esa actitud? Desde pequeño me resultó
difícil entender lo que pudo pasarle por la cabeza a Judas Iscariote para
llevar a su amigo y maestro ante el Sanedrín. Con los años el entendimiento ha
ido viendo la luz, mostrándome hasta dónde, de qué manera y cuánto es capaz de
emponzoñar la mente humana.
Culmina y muere el Viernes Santo, atrás queda la traición,
el beso, la humillación, la mofa, el juicio, la condena y la muerte. Atrás,
perdido y olvidado, queda también el oficio antiguo de tinieblas recorriendo la
Pasión entera del Señor “Tenebrae factae sunt” (se hizo la oscuridad) señalada
por el aupado tenebrario que fijaba, bajo los golpes de la matraca, las miradas
hacia el único cirio que permanecía encendido, representando así el trance de
la muerte a la vida de Cristo.
Entonces, ante tanto desvarío producido, aún cabía un hueco
para correr junto a aquella otra criatura que nos amó, en el amor al Hijo,
hasta el extremo. “Stabat Mater dolorosa/ iuxta crucem lacrimosa” (La Madre
piadosa estaba/junto a la cruz y lloraba). Valiente el gesto que congrega a la
mujer junto a la Madre en Soledad formando concurrido, enternecedor y solidario
cortejo. Para en el silencio escuchar ante la Madre el lamento
esperanzador por el rezo hecho cante de
una saeta saliendo de una garganta “Virgen de la Soledad/no tengas pena
ninguna/que tu hijo resucita/entre las doce y la una”. Esta es la Semana Santa
que me enseñaron los míos.





















