Arriba, “Farias” de la tierra
Las yemas de las higueras anuncian
en su parto que marzo ha llegado. Clarean los cristales de la espera quemando
en sus anhelos las nubes de invierno. Desde lo alto se escucha el crótalo del
gazpacho de la cigüeña por el gozo que viene. Llega el tiempo en el que los
pañales se convierten en sudarios sintiendo cómo se hilvanan los recuerdos.
Bombo y caja, coloretes en la cara
y ropa recién planchada. Eso sí, cortita de presupuesto. Señores, vámonos que
nos vamos, que viene, que llega el sabor y el aroma del Carnaval disfrazado de
marzo chirigotero. Ole, ole y ole. Que si quieres que te cuente el cuento de la
vuelta del calcetín de la máquina de la igualdad. “Su tabaco, gracias”.
¿Tabaco? ¡Hay Güiston! El tabaco ni mentarlo. No se le ocurra a usted decir
nada sobre el tabaco. Auto de fe en silencio por un buen Montecristo. ¿Estamos
o no estamos? ¡Estamos! Pues eso, a callar. No puedo. ¡Arriba, “Farias” de la
tierra!
Queridos conciudadanos preocupados
todos con la que está cayendo por la crisis -¿Qué crisis? ¿La crisis se nota?-
¡Viva España con honra! Eso, maestro, la honra de mangar y trincar, que son
especies y variedades diferentes, aunque las dos, tanto en el fondo como en la
superficie, convivan la mar de bien. El trinque es en euros contantes y
sonantes, soliendo acabar en el fondo del trinchero. Mientras que el mangui,
versus choriceo, siempre resulta ser en especie para terminar en la alacena.
Estos dos mandamientos, a costa de, se encierran en uno: Querer a la
mamandurria por encima de todo, hasta perder el sentío, y a la gutibamba más
que a las entrañas benéficas de los bolsillos de uno mismo. O para ser más
claro y contundente: “Todo por el pueblo y siempre, siempre, muchas, muchísimas
gracias al pueblo”. “Qué bueno es el pueblo”. Oriénteme y fórmeme, maestro, por
favor. Pues ahí va: “Pelotazo, ordeño y mango”. ¡Cuánto golfo, aprovechado,
caradura y sinvergüenza, a mesa y mantel, burlándose y cachondeándose de los
contribuyentes!
Dicen que ahora los motes ya no se
llevan ¡Cómo mueren las cosas! Se quiera o no, los motes han dado lustre y
categoría a un pasado que evoca a quienes fueron partícipes de la memoria
colectiva de la ciudadanía. Estos títulos de grandeza, otorgados por el pueblo,
han sido llevados con notoriedad, generación tras generación. Bajo el mayor de los
sentimientos cariñosos, con aprecio y afecto, qué maravilla decir ahora, en
esta época carnavalera Roeburro, Chochopío, Bocatuerta, Regaera, Buenagente, Pocalacha, Ojosternales, Pocapena, Pecholiebre,
Pococulo, Chupamoco, Caracartón, Dientedeoro, Mediometro,
Trescojones, Pescuezopalo, Tocajierro, Hilacha, Pocasluces, Culocontento, Cuatropolvos,
Pajalarga, Aspirina, Meina, Cagón y Chochogordo. Ahí es nada la nómina de personajes.
Gloria bendita por tantos afanes, quehaceres, días y años ofrecidos, que nos
adentran en la radiografía acertadísima de la dimensión social de cada uno de ellos.
Como estamos en la república
gozosa del Carnaval, fiesta que desprende humor por los cuatro costados, saco
brillo a la memoria por el prestigio y la fama que labraron dos ilustres e
inolvidables doctores del Real Conservatorio de la hondura y la profundidad:
“Rinrán” y “Barranto”. El primero se ofuscaba cuando nadie le llamaba, porque a
él le iba mucho, muchísimo, la marcha. “En este pueblo, da gusto, nadie se mete
con nadie”, manifestó un día en Almendralejo. Al poco le gritaron: “Rinrán”. Su
respuesta: “También hay hijoputas por aquí”. El segundo, excepcional maestro de
la bebienda, sentaba cátedra con su acertadísimo, ceremonioso y solemne: “Vaya,
vaya”. Un día don José Zambrano, el párroco, le reprochó amistosamente para que
moderara su léxico. “Antonio hijo, Antonio”. Él, dando un paso atrás, le dijo:
“Don José, vaya, vaya. Es que esta puta lengua no me deja. Vaya, vaya”.
“Antonio, por Dios, Antonio”.
Las yemas de las higueras anuncian en su parto que marzo ha llegado. Clarean los cristales de la espera quemando en sus anhelos las nubes de invierno. Desde lo alto se escucha el crótalo del gazpacho de la cigüeña por el gozo que viene. Llega el tiempo en el que los pañales se convierten en sudarios sintiendo cómo se hilvanan los recuerdos.
Bombo y caja, coloretes en la cara y ropa recién planchada. Eso sí, cortita de presupuesto. Señores, vámonos que nos vamos, que viene, que llega el sabor y el aroma del Carnaval disfrazado de marzo chirigotero. Ole, ole y ole. Que si quieres que te cuente el cuento de la vuelta del calcetín de la máquina de la igualdad. “Su tabaco, gracias”. ¿Tabaco? ¡Hay Güiston! El tabaco ni mentarlo. No se le ocurra a usted decir nada sobre el tabaco. Auto de fe en silencio por un buen Montecristo. ¿Estamos o no estamos? ¡Estamos! Pues eso, a callar. No puedo. ¡Arriba, “Farias” de la tierra!
Queridos conciudadanos preocupados todos con la que está cayendo por la crisis -¿Qué crisis? ¿La crisis se nota?- ¡Viva España con honra! Eso, maestro, la honra de mangar y trincar, que son especies y variedades diferentes, aunque las dos, tanto en el fondo como en la superficie, convivan la mar de bien. El trinque es en euros contantes y sonantes, soliendo acabar en el fondo del trinchero. Mientras que el mangui, versus choriceo, siempre resulta ser en especie para terminar en la alacena. Estos dos mandamientos, a costa de, se encierran en uno: Querer a la mamandurria por encima de todo, hasta perder el sentío, y a la gutibamba más que a las entrañas benéficas de los bolsillos de uno mismo. O para ser más claro y contundente: “Todo por el pueblo y siempre, siempre, muchas, muchísimas gracias al pueblo”. “Qué bueno es el pueblo”. Oriénteme y fórmeme, maestro, por favor. Pues ahí va: “Pelotazo, ordeño y mango”. ¡Cuánto golfo, aprovechado, caradura y sinvergüenza, a mesa y mantel, burlándose y cachondeándose de los contribuyentes!
Dicen que ahora los motes ya no se llevan ¡Cómo mueren las cosas! Se quiera o no, los motes han dado lustre y categoría a un pasado que evoca a quienes fueron partícipes de la memoria colectiva de la ciudadanía. Estos títulos de grandeza, otorgados por el pueblo, han sido llevados con notoriedad, generación tras generación. Bajo el mayor de los sentimientos cariñosos, con aprecio y afecto, qué maravilla decir ahora, en esta época carnavalera Roeburro, Chochopío, Bocatuerta, Regaera, Buenagente, Pocalacha, Ojosternales, Pocapena, Pecholiebre, Pococulo, Chupamoco, Caracartón, Dientedeoro, Mediometro, Trescojones, Pescuezopalo, Tocajierro, Hilacha, Pocasluces, Culocontento, Cuatropolvos, Pajalarga, Aspirina, Meina, Cagón y Chochogordo. Ahí es nada la nómina de personajes. Gloria bendita por tantos afanes, quehaceres, días y años ofrecidos, que nos adentran en la radiografía acertadísima de la dimensión social de cada uno de ellos.
Como estamos en la república gozosa del Carnaval, fiesta que desprende humor por los cuatro costados, saco brillo a la memoria por el prestigio y la fama que labraron dos ilustres e inolvidables doctores del Real Conservatorio de la hondura y la profundidad: “Rinrán” y “Barranto”. El primero se ofuscaba cuando nadie le llamaba, porque a él le iba mucho, muchísimo, la marcha. “En este pueblo, da gusto, nadie se mete con nadie”, manifestó un día en Almendralejo. Al poco le gritaron: “Rinrán”. Su respuesta: “También hay hijoputas por aquí”. El segundo, excepcional maestro de la bebienda, sentaba cátedra con su acertadísimo, ceremonioso y solemne: “Vaya, vaya”. Un día don José Zambrano, el párroco, le reprochó amistosamente para que moderara su léxico. “Antonio hijo, Antonio”. Él, dando un paso atrás, le dijo: “Don José, vaya, vaya. Es que esta puta lengua no me deja. Vaya, vaya”. “Antonio, por Dios, Antonio”.