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Manuel García Cienfuegos
Miércoles, 04 de Diciembre de 2019 Actualizada Miércoles, 04 de Diciembre de 2019 a las 16:53:16 horas

Diciembre. Aquellos días matanceros

Dicen que cada estación aparece por un sitio distinto. Aseguran que el invierno lo hace llegando desde la parte norte, cuando el sol no se siente congestionado por el crepúsculo y los días muestran su tibieza bajo las lágrimas de un manto cuajado de niebla, pretendiendo con ello impedirnos ver el color celeste inmaculado de los cielos de estos días de diciembre. Está todo a punto. El frio aprieta y el vareo trabaja. Por la resolana de los días llegan los manantiales de la molienda. La aceituna se desangra en un parto generoso para traernos su gloria líquida. Machado, triturado, capachos, alpechín, almazaras y molinos. Está aquí, llega, la muy antigua, ilustre, venerable, madre y patrona de nuestra dieta, preservadora de nuestro organismo, maestra y virgen de nuestra cocina. Seas bienvenida, aceite. Elaborada en las antiguas almazaras, viejos lagares y molinos de aceite, que oficiaban en la Rinconá de Pozo Nuevo, la hoy calle Valdelacalzada, Puerta del Sol y Reyes Católicos, bajo el nombre de Ntra. Señora del Carmen que dio nombre a la actual urbanización El Molino.

Con diciembre evoco aquellos días en los que flotaba en el aire el aroma que llegaba del comercio de Juan Reyes, en el barrio de la Pringue, a tripa y pimienta para los avíos de la matanza. Evoco los afanes de artesas, emburridores, baños, cuerdas, trébedes, embudos y picas. Las migas a primera hora de la mañana, hechas con pan del día anterior, mojado y reposado. Café y copa de anís. La matanza del cerdo, antiguamente comenzaban a últimos de noviembre, por Santa Catalina de Alejandría y el apóstol San Andrés. Y de matanza a matanza se consumían los días de diciembre y la cuesta de enero, terminando los sacrificios por las Candelas, a comienzos de febrero. La matanza constituía un rito y el sacrificio requería valentía y oficio. Hay una buena nómina de profesionales matarifes. Destaco a Luciano Cerezo, Eduardo Cordero, Juan Redondo, Alfonso Díaz, su hermano Juan y Paco Ruíz, conocido cariñosamente como el vaquero; Miguel del Viejo, dueño del Estillero, que sacrificaba los guarros para Agustín Rodas Bautista. Aunque me quedo en la jurisdicción de mi memoria con Pedro Martínez Serrano, excelente maestro carnicero y mejor persona.

Junto a los matarifes no olvido el trabajo de las matanceras Catalina Mela, Josefa Barril y Tomasa Rodríguez Gutiérrez, entre otras muchas. Bien temprano se oía el gruñido del animal que atrapado por el gancho era aupado al Gólgota de la mesa del sacrificio. El ancho cuchillo matancero penetraba en la papada y un caudal de sangre caía en el barreño, que con el removido e ingredientes todo acababa en mondongo. El fuego de la albolaga iniciaba el chamuscado y raspado. Las ollas puestas a hervir. La prueba se enviaba para que la reconociese el veterinario. Luego el despiece, separando el magro de la grasa. Se lavaban las tripas. De rodillas en las artesas la masa para chorizos y morcillas era removida y agitada sin descanso. Luego el llenado para el embutido. En esas faenas los muchachos, espectadores de excepción, solicitaban como triunfo el rabo del guarro y la vejiga para la boca de un cántaro hecho zambomba. La fiesta de la matanza era de alborozo y excusa para no ir a la escuela. Cuando pasaba lista el maestro o veían una falta, el resto de la clase justificaba la ausencia: “Maestro, está de matanza”. El gozo llegaba con la prueba hecha en la sartén y la careta asada, corriendo entonces de vaso en vaso la jarra de vino. Con lentitud y parsimonia se iba colgando el producto que las matanceras habían cortado y atado, obra hecha con artesanía. Y allí, arriba quedará quieto, inmóvil, hasta que la última gota grasa roja proclame el final del oreo. En la calle se oía la ronda de algún villancico “Esta noche es nochebuena y mañana Navidad”. Bendito sean aquellos días matanceros que traen ahora memoria y recuerdos en el mes de diciembre.

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