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Ana García Nieto | 555
Lunes, 13 de Diciembre de 2010

Reflexiones · Ana García Nieto · Psicóloga clínica · Presidenta de la Asociación Extremeña de Rehabilitación Psicosocial

A raíz del lamentable incidente sucedido el pasado 22 de Octubre en el Centro Sociosanitario de Mérida, donde una trabajadora fue agredida por un paciente ingresado en el mismo, se ha abierto el debate sobre: la seguridad en este tipo de instituciones, el perfil de pacientes susceptibles de ser tratados en estos servicios (dadas las características y la naturaleza de los mismos), y de forma inevitable, la peligrosidad de las personas con enfermedad mental.

Sin querer entrar en parte de dicho debate, más propio de gestores y de personal especializado en el diseño de servicios, procesos de atención..., sí considero oportuno, e incluso me veo en la obligación como miembro de una Asociación profesional dedicada a la mejora de la atención en salud mental, hacer una reflexión sobre la carga del estigma en el tratamiento y la recuperación de personas que sufren un trastorno mental grave.

Una adecuada asistencia a esta población, es aun una carrera de obstáculos. Por una parte el estudio y conocimiento de su enfermedad, es aun insuficiente. Por otro lado, está la dificultad de disponer de tratamientos eficaces y servicios adecuados que puedan atender a padecimientos de evolución crónica que requieren atención continuada, capaces de cubrir los cambios en el curso clínico, además de la discapacidad y minusvalía asociada.

Pero otro factor que complica y limita el abordaje de este tipo de trastorno mental es el estigma y la discriminación. Esto genera una desventaja que se suma a las derivadas directamente de la enfermedad. Una parte esencial del estigma surge de la atribución al enfermo mental una propensión a la violencia. Se identifica al paciente psiquiátrico con la conducta violenta imprevisible, se asimila enfermedad mental a locura y esta a agresividad.

¿Son los enfermos mentales violentos?. Revisando bibliografía sobre el tema, se encuentran datos como los siguientes:
- La prevalencia de conducta violenta entre personas con enfermedad mental grave, asintomáticos y que no consumen drogas, no difiere de la de la población general de similares características, (Swanson 1996, Appelbaum 2000), (Steadman 1998).
- Los pacientes con esquizofrenia no son más violentos que la población general cuando cumplen con la toma del tratamiento pautado por sus especialistas. (Torrey 1994).
- Hay estudios que correlacionan negativamente el riesgo de violencia con el diagnostico de esquizofrenia y síntomas psicóticos activos. (Monahan 2000).
- El consumo de tóxicos es la variable clínica más clara y consistentemente relacionada con el riesgo de conducta violenta (Norko 2005).
- El abuso de sustancias multiplica por 16 el riesgo de ser detenido y condenado por conducta violenta en las personas diagnosticadas de esquizofrenia (Wallace 2004).
- La presencia de síntomas psicóticos activos se relaciona con mayor riesgo de violencia, especialmente síntomas paranoides (amenaza-control-invasión). (Link 1992).
- Las personas que sufren esquizofrenia no son más violentas que la población general. El mayor riesgo de violencia se daba en personas con trastorno de personalidad y en el abuso de sustancias y alcoholismo. The MacArthur Violence Risk Assessment Study” (2001)

La realidad es que las personas con enfermedad mental grave pueden cometer actos violentos de manera impredecible, de forma muy esporádica e infrecuente. Ahora bien, la mayoría de las personas con dicha enfermedad no se comportan de manera agresiva o violenta; es más frecuente que sean víctimas de la misma, (Uriarte 2005) . Según estudios recientes, la frecuencia en que los enfermos mentales sufren actos violentos o delictivos multiplica por 14 la tasa de la población general (Teplin, 2005).

A pesar de los datos, la desinformación y la divulgación sensacionalista de noticias que destacan y generalizan la condición de enfermo mental como causa única y directa de la agresión, continúa cuestionando el papel de la atención comunitaria y la desinstitucionalización. En algunos países se está produciendo un peligroso deslizamiento hacia una política asistencial dirigida a contentar la “seguridad” de la población, más que el bienestar de los pacientes (Laurance, 2003).



No toca aquí hablar de seguridad en los recursos y servicios diseñados para la población referida, pero sí destacar una realidad basada en resultados de investigaciones, que no demuestran la supuesta peligrosidad de los enfermos mentales. Esto sucede en un número no significativos de casos, normalmente con problemas sobreañadidos de consumo de tóxicos y alcohol, que llenan secciones informativas.

Sin dejar de entender a la persona afectada por este suceso, y el impacto y la consternación que en el entorno laboral y familiar puede causar un hecho así, debo recordar la otra cara de la enfermedad mental. El mayor porcentaje de personas afectadas por trastornos mentales graves puede vivir y trabajar en la comunidad, manteniendo su medicación y con los apoyos necesarios, como en cualquier otra enfermedad crónica. Tan sólo un pequeño número necesita hospitalizaciones prolongadas o servicios de apoyo intensivos.

El esfuerzo debe ir encaminado a la dotación de recursos y profesionales, capaces de ofrecer una atención integral adecuada según las necesidades y bajo la premisa de la individualidad . A pesar del avance en procesos de rehabilitación y recuperación del enfermo mental grave en contra del estigma, siguen existiendo modos que no facilitan la implantación del modelo comunitario. Es la actitud denominada “Nimby” (“Not in my backyard”: no en mi patio) o “Span” (Sí, pero aquí no).
Seguimos reflexionando.

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