Música y tiempo
Es curioso comprobar cómo el paso
del tiempo influye sobre nuestros gustos musicales, y a la vez, cómo
identificamos la música de cada época con nuestras propias vivencias. Si
preguntamos a cualquiera de nuestros amigos de cierta edad, o hasta a
desconocidos transeúntes que pasean por la calle, si la música que escuchan es
la misma que la que escuchaban hace unos años, seguramente todos contestarán
que no, porque cada individuo va incorporando, según madura, nuevas elecciones,
nuevos estilos, nuevas melodías, y sus gustos van variando. Incluso en
ocasiones, una misma música, en
diferentes momentos de nuestra vida, no nos inspira los mismos sentimientos. Y
es que con la música nos ocurre como con las lentejas o las alcachofas: las
odiábamos de pequeños, y ahora, de grandes, hasta rebañamos el plato. Porque el
tiempo transforma nuestras preferencias, y nuestros gustos musicales no son
ajenos al cambio. Pero si a esos mismos amigos les preguntamos por la música
que ha marcado sus vidas, casi con igual
seguridad comprobaremos que para todos ellos existen melodías que evocan, una a
una, todas las etapas de su existencia. Por ejemplo, la mayoría de nosotros
conservamos en nuestro subconsciente grabada a fuego la música de nuestra
infancia: la nana que mamá nos cantaba al acostarnos, la sintonía de aquel
programa de radio o, para los más jóvenes, del de televisión que endulzaba
nuestras meriendas, por dudosa que fuera su calidad... ¿Quién no salta de
alegría cuando, en una de estas reposiciones televisivas que de vez en cuando
rellenan las parillas, escucha la sintonía de “Un globo, dos globos, tres
globos”, o las canciones de Los Payasos, las de Parchís, o las de Barrio
Sésamo? ¡Es oírlas, y se nos ilumina el alma! Por no hablar de la música que
aderezó nuestra adolescencia.
Quien más quien menos, todos
rememoramos nuestros años de guateque, o de discoteca, o de movida (según el
caso) cuando suena la música que les sirvió de banda sonora, esa que acompañó
nuestro primer baile, o nuestra primera fiesta con los amiguetes, o nuestro
primer beso. Y cuando retomamos todas esas melodías, es como si detuviéramos el
tiempo, o como si regresáramos a uno pasado, reviviendo aquellas experiencias
inolvidables.
La música crece con nosotros, y como
el propio ser humano, no es un concepto estático, sino que evoluciona y cambia
con el discurrir de los años en función de las modas, de las necesidades
sociales e individuales... Pero a pesar de esos cambios, a pesar del tiempo,
permanece, compañera, incansable a nuestro lado e incondicional durante toda
nuestra existencia; porque como dijo Nietzsche, “la vida, sin música, sería un
error”.
Es curioso comprobar cómo el paso del tiempo influye sobre nuestros gustos musicales, y a la vez, cómo identificamos la música de cada época con nuestras propias vivencias. Si preguntamos a cualquiera de nuestros amigos de cierta edad, o hasta a desconocidos transeúntes que pasean por la calle, si la música que escuchan es la misma que la que escuchaban hace unos años, seguramente todos contestarán que no, porque cada individuo va incorporando, según madura, nuevas elecciones, nuevos estilos, nuevas melodías, y sus gustos van variando. Incluso en ocasiones, una misma música, en diferentes momentos de nuestra vida, no nos inspira los mismos sentimientos. Y es que con la música nos ocurre como con las lentejas o las alcachofas: las odiábamos de pequeños, y ahora, de grandes, hasta rebañamos el plato. Porque el tiempo transforma nuestras preferencias, y nuestros gustos musicales no son ajenos al cambio. Pero si a esos mismos amigos les preguntamos por la música que ha marcado sus vidas, casi con igual seguridad comprobaremos que para todos ellos existen melodías que evocan, una a una, todas las etapas de su existencia. Por ejemplo, la mayoría de nosotros conservamos en nuestro subconsciente grabada a fuego la música de nuestra infancia: la nana que mamá nos cantaba al acostarnos, la sintonía de aquel programa de radio o, para los más jóvenes, del de televisión que endulzaba nuestras meriendas, por dudosa que fuera su calidad... ¿Quién no salta de alegría cuando, en una de estas reposiciones televisivas que de vez en cuando rellenan las parillas, escucha la sintonía de “Un globo, dos globos, tres globos”, o las canciones de Los Payasos, las de Parchís, o las de Barrio Sésamo? ¡Es oírlas, y se nos ilumina el alma! Por no hablar de la música que aderezó nuestra adolescencia.
Quien más quien menos, todos rememoramos nuestros años de guateque, o de discoteca, o de movida (según el caso) cuando suena la música que les sirvió de banda sonora, esa que acompañó nuestro primer baile, o nuestra primera fiesta con los amiguetes, o nuestro primer beso. Y cuando retomamos todas esas melodías, es como si detuviéramos el tiempo, o como si regresáramos a uno pasado, reviviendo aquellas experiencias inolvidables.
La música crece con nosotros, y como el propio ser humano, no es un concepto estático, sino que evoluciona y cambia con el discurrir de los años en función de las modas, de las necesidades sociales e individuales... Pero a pesar de esos cambios, a pesar del tiempo, permanece, compañera, incansable a nuestro lado e incondicional durante toda nuestra existencia; porque como dijo Nietzsche, “la vida, sin música, sería un error”.




















